Han pasado apenas dos días, y rápidamente el silencio se va llevando la euforia y, como si fuera agua, va limpiando todos los rastros de la lucha entre los habitantes de Cajamarca, un municipio colonizado por antioqueños, en el corazón del Tolima. Vecinos, antes amigos, compadres y comadres que crecieron juntos en las calles de un pueblito de tradición agrícola y cafetera, se cruzan ahora por las calles sin mirarse a los ojos, todavía resentidos por la guerra que se ha estado dando entre ellos, una pelea azusada y entretenida por foráneos que apuestan desde la tribuna excitados por uno y otro bando.

Los últimos días hicieron del municipio un hervidero. Cientos, miles de extraños, coparon ruidosamente las calles: agitadores de todo el país, y medios de comunicación transmitieron extasiados la cruenta experiencia de ver a los Cajamarqueños romperse entre ellos para entretención y satisfacción de una masa más amplia que nunca antes (y seguramente nunca después) ha demostrado interesarse por este pequeño municipio perdido en las montañas.

Se trataba de una pelea entre dos negaciones: el NO (al proyecto de la Colosa) y la ABSTENCIÓN (para evitar llegar al umbral). Sin embargo, nunca antes este municipio había visto un peregrinar tan grande de extranjeros, y emocionados verían a su municipio estar en el centro de las emisiones y publicaciones de medios nacionales e internacionales. Antenas, micrófonos y cámaras atiborraron cada esquina de Cajamarca, para demostrar que un municipio de 20.000 habitantes sería capaz de librar una lucha a muerte entre ellos, entregar sus amistades y cercanos, para enviar un mensaje contra “locomotora de la megaminería, imperialista, arrasadora”.

Rápidamente llegó ese domingo el cierre de la jornada electoral, que tanto había divertido al resto del país, y aún en caliente, los políticos tomaron los trofeos que habían logrado sobre el cadáver de una comunidad que está ahora rota. Desde twitter, representantes de la izquierda (Petro, Robledo, Córdoba y López) se adjudicaron el triunfo con ambiciones electorales, y los medios de comunicación (cínicos, como si no sirvieran a grandes intereses) calificaron la jornada como el triunfo de “David sobre Goliat”. Y todos nosotros entretenidos, fascinados con lo que se nos mostró a través de las pantallas de nuestros dispositivos, aplaudiendo unos, indignándose otros, del formidable circo romano que se había puesto a nuestra disposición.

Terminada la fiesta, queda el guayabo, y vamos descubriendo que nadie ha ganado, y podemos apreciar el desproporcionado costo que ha pagado una comunidad por satisfacer nuestros deseos de espectáculo. El resultado de la Consulta Popular será inaplicable, porque el subsuelo pertenece a la nación, y ningún municipio puede negar el acceso a una riqueza que pertenece al Estado y, supuestamente, debe invertirse para la educación, salud y protección de los más débiles (que no necesariamente habitan las regiones donde se asienta el recurso). El municipio trasegará por una difícil ruta antes de llegar a esta realidad: deberá incorporar el resultado de la consulta en su Plan de Ordenamiento Territorial (para esto deberá invertir casi 700 millones de pesos que cuesta la actualización), y el POT luego será demandado ante el Consejo de Estado que, seguramente, lo considerará inoperable por las razones dadas previamente.

Eso no quiere decir que las cosas quede fáciles queden para el otro bando. La confianza en la empresa está rota, y la posibilidad de conseguir una licencia ambiental, y reunir los requisitos necesarios para realizar un proyecto minero responsable, estará lejos del debate técnico, para ser sometido a inacabables argumentos políticos en los que este país ha demostrado superar cualquier pronóstico. No hemos avanzado mucho desde las épocas en que perdimos a Panamá, en medio de las inagotables discusiones en los que se había enfrascado el Congreso de esa época, donde valores abstractos como la dignidad patria subordinaron de manera irrevocable al sentido común.

Y como amargo resultado de la lucha, el desarrollo para los habitantes de Cajamarca queda postergado, mientras la atención y el compromiso emocionado de políticos y medios de comunicación será reducido a una simple anécdota condenada al olvido de unos espectadores que pronto habrán centrado su atención en el show de turno.

La mala suerte de Cajamarca se extenderá a otros municipios que, con diferentes propósitos (electorales y económicos) crearán nuevas arenas de lucha intestina entre comunidades bajo el argumento insólito de la participación ciudadana, sirviendo de plataforma para intereses egoístas camuflados con propósitos de protección ambiental. Los grandes gamonales políticos y los carteles que se benefician de la minería ilegal se están frotando las manos, porque han encontrado un camino para aprovechar el anhelo de los marginados con el propósito absurdo de cerrar la puerta a la discusión de fondo: cómo carajos vamos a asegurar que se haga minería responsable y bien hecha en este país.