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Es 1980 en un camino de herradura en el Líbano, Tolima. Hace calor, el sol es fuerte, y aún faltan dos horas para llegar al pueblo. Sarita tiene un poco más de dos años, es delgadita, bonita, de pelo castaño claro. Está sentadita en el lomo de una mula detenida. A los pies del animal, están su papá y su mamá caídos, inconscientes por la borrachera.

La mamá de Sarita se va de la casa, dejándola a ella, con 3 años, en manos de un papá alcohólico que más tarde se juntaría con otra mujer a quien, a fuerza de verla todos los días, la llamaría “mamá”. Las cosas no son fáciles en el campo y 7 años más tarde, la pareja de campesinos, ahora con otros niños a cuestas, se moverían a la ciudad en busca de trabajo. El monstruo de concreto trajo consigo la violencia del desarraigo y no se llevó el alcoholismo del papá ni la desidia de su nueva esposa. Con las borracheras llegaron personajes oscuros que se acercaban a la hacinada casa en el barrio de invasión. Uno de ellos, fue quien abusó por primera vez de Sarita y quienes debían protegerla miraron hacia otro lado.

Sarita dejó su hogar muy niña y se hizo cargo de su propia sobrevivencia. Durante los muchos años que estuve casado con ella, y los que han seguido la intíma amistad que nos ha unido, he visto reprimir su llanto muchas veces. Como un gesto aprendido desde los primeros días de su vida. Todo este tiempo apenas he oído de ella unas menciones de lo que vivió.

II

Es enero de 2016 y a un salón de Buriticá se ha convocado un evento para dialogar sobre el futuro del municipio. Apenas a cien metros, en la plaza del pueblo, miles de mineros migrantes, fibrosos, uniformados con botas de caucho y mochilas, se apiñan listos a formar una revolución por el decomiso de material. La tensión y nerviosismo está en la expresión de delegados que han venido de Bogotá y Medellín. Líderes del pueblo entran dudosos a participar en la reunión. Representantes de los mineros quieren ingresar al salón. Con preocupación, aceptamos. A alguien del equipo se le ocurre entonces, invitar a niños y niñas del colegio a participar de la conversación y liderar las mesas dispuestas en grupos de cuatro personas.

La estrategia está funcionando, el jaleo de afuera parece haber dejado de importar y los asistentes se concentran en responder las preguntas. La participación va fluyendo y la conversación va tomando forma. Llega entonces la hora de compartir lo que se ha hablado. Cada mesa va haciendo su reporte a la plenaria y entonces le llega el turno de reportar a Sarita: una niña de 14 años, morena, de expresión tímida y bonitos ojos negros, que esquivan encontrarse con los de otros. Mira al suelo, la hoja tiembla en sus manos nerviosas. Toma su tiempo y empieza a hablar, pero su voz es demasiado baja. “¡No se oye!” indica alguien del salón. Sarita toma aliento y levanta la cabeza para decir: “queremos que en el futuro nos respeten, que no nos dé miedo caminar por las calles y que no nos digan cosas feas”. Termina, casi sin aire, y se sienta con una expresión satisfecha.

Al finalizar el evento la saludo y la felicito por su participación. Tímida me da la mano, sonríe con educación y antes de desaparecer de nuevo al interior del colegio me dice: “con la llegada de esta gente nos han pasado muchas cosas”. Me tomaría varios meses lograr entender la cantidad de violaciones, abusos, acosos, que sufrieron durante cuatro años el centenar de niñas de Buriticá en la época en que miles de mineros ilegales habían sitiado el municipio.

III

Estamos sentados tomando onces en una panadería de Bogotá. Conversamos con Sarita de muchas cosas de su trabajo; de política, del conflicto, de la cooperación internacional, y de un nuevo caso de abuso sexual que ocupa a los medios nacionales. La tragedia tiene una cara, un nombre que conviene al rating. Quiero hablar del caso y Sarita, menciona algo sobre el menú. La ignoro y me mantengo en el tema, sigo mi monólogo de cólera para concluir perentoriamente: “eso es la pobreza y la falta de educación”. Sarita, quien se había refugiado en las coloridas fotos de los postres, me pregunta “¿y porqué dice que sólo pasa entre los pobres y los no educados?”. Noto su tono de voz: es bajo y las palabras se habían abierto paso entre un nudo en su garganta. Veo entonces que tiene los ojos encharcados. No entiendo, aunque es grave, supongo que no es para llorar. Sarita nota mi desconcierto, se limpia las lágrimas con una servilleta y sacude su cabeza como quien quiere espantar una mosca y explica: “yo también fui violada”.

No sé qué decir ni hacer. Silencio. Los segundos son largos y Sarita clava su mirada en el té que le ha traído la mesera. Toma un sorbo largo, abrazando la taza con ambas manos, como si quisiera calentarse. Un suspiro y continúa. “Un primo mayor, un primo calavera, me violó varias veces… nunca le he dicho a nadie de mi familia. De esas cosas no se habla, uno de niña se siente culpable”. Trato de intervenir, de consolarla, pero Sarita evita mi compasión y concluye, “… y cuando uno deja de pensar que la culpa es de uno, empieza a sentirse responsable de guardar silencio para no avergonzar a nadie, y se encuentra con que el tipo anda casado con una mujer separada que tiene dos hijas de su primer matrimonio que viven bajo el mismo techo”. Sarita pide cambiar de tema y que nunca volvamos a hablar de eso.

EPÍLOGO

Estamos rodeados de Saritas pero no lo sabemos. Niñas que han sido abusadas y en silencio han buscado sanar sus heridas. Las más afortunadas salen adelante, se entregan a sanar a otros, expresan lo innombrable a través de su arte y, si la tienen, protegen a su prole con la furia de un animal amenazado. Desafortunadamente, la mayoría de las Saritas, en cambio, no logran encontrar la fuerza para volver a la vida.

Y nosotros indignados, furiosos, nos rasgamos las vestiduras pidiendo cárcel, muerte para los culpables. Pero ese diálogo estúpido deja a las Saritas por fuera, y nadie habla de la reparación de las invisibles, de las que están solas, más solas que nadie, en el proceso de volver a la vida.

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