Una carpeta AZ de más de 300 folios compone nuestra propuesta. Carolina se ha encargado de hacerla. Es blanca, cada sección cuidadosamente marcada por separadores de colores. Incluye un extenso número de requisitos, y toda la información posible para demostrar nuestra capacidad e idoneidad. Recoger los documentos no ha sido nada fácil: por el contrario, requirió de meses de Carolina integrar cada pieza en un bloque ordenado para un proceso que apenas iniciaría con la radicación del cartapacio de documentos con requisitos técnicos y burocráticos.

Días después, tras una meticulosa revisión del centenar de folios, nos llaman a entrevista: un experto estudia nuestra idoneidad y con un criterio educado nos evalúa en extensas conversaciones que abren cada rincón de nuestra vida privada. La atención al detalle de Carolina es extrema, y nuestro afán por impresionar no afecta a evaluadores que toman su trabajo muy seriamente. Nos acogemos a las reglas, si bien no entendemos completamente cada paso, reconocemos la relevancia de la aplicación.

Por fin, después de varios meses de haber iniciado el proceso (y muchos más de haber tomado la decisión de presentarnos), hemos recibido la carta: ¡Dice que somos aptos para adoptar a una niña entre 3 y 36 meses! La celebración e ilusión llena a la casa y un nuevo torrente se desencadena para recibir a Julia María (así hemos decidido llamarla) cuya llegada es aún imprecisa (como su rango de edad). Los preparativos ocupan muy poco del tiempo que se hace insoportablemente largo e incierto. Rápidamente queda listo el que será el cuarto de Julia María, quien hasta ahora es tan concreta como una declaración: no sabemos cómo es, si ha nacido, si ha sido concebida siquiera, pero tenemos certeza de lo que sentimos por ella. Elucubramos largamente sobre Julia María y con sus hermanos (Pacho y Laura) nos hacemos ilusiones de cómo será. Carolina se detiene varias veces al día a revisar el cuarto color lila, ordenar y reordenar los juguetes, preparar los pañales, y sacar y volver a doblar la ropita que primorosamente ha juntado para Julia María. Pasea por el cuarto, ajusta una muñeca, vuelve y ordena los pequeños caballitos en la repisa, acomoda las almohadas de la cuna, y sale por un momento sacudiendo la cabeza, tratando inútilmente en entretener la ansiedad.

Es entonces cuando nos embarcamos en la interminable espera. Los niños preguntan todas las mañanas, y todas las noches, por su hermana. La espera le quita el sueño a Carolina, y mantiene el teléfono cerca de ella, atenta a la llamada. No es fácil: son meses y tratamos de aplacarlos, diciéndonos que Julia no va a llegar ni antes ni después. Llega cuando tenga que llegar. Largos días se avecinan y Carolina busca cualquier excusa para llamar e ir a la institución donde estamos haciendo el proceso de adopción, para asegurar que la carpeta no se ha refundido y tienen nuestros teléfonos: lleva sobres con exámenes médicos actualizados, otras veces decide agregar unas fotos nuevas de la familia, y cada tanto llama, haciéndose la distraída, para confirmar si no necesitan algún documento “porque uno nunca sabe”. La coordinadora responde pacientemente que todo está completo, que todo es a su debido tiempo y que, cuando llegue Julia María, se pondrán en contacto con nosotros. “¿Quieres que confirmemos los teléfonos?” propone invariablemente Carolina antes de colgar, y la coordinadora, condescendiente dice que sí: toma un tiempo para buscar el paquete, lo abre, y repite los teléfonos que tienen. Carolina está de acuerdo y propone incluir un nuevo número “porque uno nunca sabe”.

Esos son los meses de la espera de la que no se conoce el término. De alguna manera los días se han suspendido para todos. Pacho (de 12) se hace ilusiones de lo que le va a enseñar a su hermana, y nos previene de las porquerías y locuras que tiene pensadas. Laura (de 20), ha tomado las riendas de la serenidad en la casa, y asumiendo el rol de adulta responsable, nos llama a todos al orden. De manera aplacada, pide que pensemos en otras cosas, que no nos desesperemos y trata de prevenir infructuosamente el contagio de la ansiedad al resto de la familia de Julia María: abuelos, tíos, primos y amigos. Todos preguntan insistentemente como si fuera un largo viaje por carretera, cuánto falta. La incertidumbre ha tomado todos los espacios.

Finalmente cuando hemos abandonado por un momento la espera, el teléfono de Carolina suena: ¡Julia María ha llegado! y nos piden presentarnos. No sabemos cómo actuar en la sala de espera donde nos dan nuevas instrucciones para recibirla. La sesión refleja nuevamente la naturaleza del procedimiento: nos informan que Julia María tiene 3 meses y, aunque no podremos verla hasta haber completado unos últimos requisitos y haber reconfirmado nuestra intención de adoptar, podremos ver una foto de ella. Correrán 24 horas más, antes de que podamos tenerla en nuestros brazos, bajo la advertencia que la adopción sólo se hará efectiva tras haber comprobado que lo hemos hecho bien durante los primeros meses. ¡Desde luego que sí! Hemos estado listos para esto. Nos citan entonces para el día siguiente, a recibirla.

Carolina y yo hemos llegado con Pacho y Laura, y antes de recibir a Julia María nos han llamado a una última entrevista. La solemnidad del momento así lo amerita: nuestras vidas están por cambiar (aunque habían cambiado en el instante en que tomamos la decisión de adoptar a Julia María). Por fin, se abre la puerta con la enfermera sosteniendo a Julia María. Carolina llora emocionada y extiende sus brazos para recibir a su hija: el encuentro ocurre de manera natural y ambas, Carolina y Julia María, ríen satisfechas, mirándose a los ojos, como si siempre se hubieran conocido. El tiempo de espera se ha acabado, nuestras vidas han cambiado, y Carolina ya no será la misma: ahora será, para el resto de sus días, madre.