Si al período comprendido entre 1810 y 1815, la historia lo rotuló como “La Patria Boba”, la etapa que vive Colombia hoy es merecedora de ser llamada como “La Patria Estúpida”.

El 20 de Julio 1810, día de la poco espontánea revuelta en torno al préstamo de un florero, cuya fecha sería pomposamente grabada (y celebrada) como el grito de la independencia, inició a su vez el período conocido como “la Patria Boba”. El adjetivo de “Boba” fue asignado por la improvisación y candidez con que se quiso fundar un “gobierno paternal y filosófico, basado en teorías abstractas y en el ideal de pueblos desaparecidos hacía muchos siglos” (Camacho Roldán). Se instalaron Juntas de Gobierno con “pocos conocimientos administrativos y adoptaron providencias que, si bien se dieron como benéficas en teoría, en la práctica, según lo reconoce uno de los políticos de aquellos tiempos, echaron por tierra las rentas públicas” (Rivas Groot). El paroxismo de ese período, acompañado del derramamiento de sangre entre criollos, sería la fragmentación de la naciente patria en provincias separadas que “sin considerar que carecían de hombres capaces, fuerza armada y elementos necesarios para sostener un gobierno propio, se lanzaron por tan resbaladiza pendiente, y así fue que, Cartagena, Antioquia, Popayán, Cali, Neiva, Mariquita, Pamplona, Casanare, Tunja, etc., formaron juntas independientes y rivales entre sí” (Arteaga Hernández y Arteaga Carvajal).

Las coincidencias de hoy con las circunstancias de hace dos siglos no podrían ser más extravagantes: al enfrentamiento “bilingüe” entre el presidente y un expresidente, se suma la virulencia del lenguaje de un tercer grupo que, auto-titulado como independiente, trae leña al incendiado escenario nacional. El fin del conflicto interno, en vez de unirnos, ha profundizado la separación de los colombianos quienes en las barras presenciamos a políticos poco confiables impulsar o frenar (según sea el caso) reformas que, como las morcillas, no sabemos qué contienen. La justicia, por su parte, se debate entre la corrupción, la inoperancia de los jueces y la exuberancia de la jurisprudencia emitida por las altas cortes. Innumerables ajustes tributarios no logran compensar la lamentable administración de recursos públicos haciendo imposible cumplir las metas que se ha propuesto un Estado en deuda con los más vulnerables. Así las cosas, políticos en contienda aprovechan regiones agotadas de la marginación y deficiente presencia del Estado, para proceder, en medio de los aplausos y curiosas interpretaciones de la Carta Constitucional, a desconocer asuntos que pertenecen a la Nación.

Las Consultas Populares, idealizadas con el léxico de la ‘participación ciudadana’ no son otra cosa que una forma de fragmentación como la que distinguió a la Patria Boba pues es la negación por parte de un pequeño territorio, de asuntos que sólo cobran sentido en una convicción más amplia que es la Nación. Ningún otro argumento explica que un municipio preste su territorio para generar recursos que van a ser invertidos en otras personas más vulnerables cuya única afinidad es tener la misma nacionalidad. No hay justificación inmediata, diferente al de ese contrato abstracto de ser un mismo país, que explique que los municipios de influencia de una hidroeléctrica, se presten para generar energía limpia a compatriotas de otras regiones de Colombia. Como una trampa del tiempo, pareciera que hubiéramos caminado en círculo para llegar a esa etapa de división que sucedió al grito de independencia. Sí, estúpida es esta fase de nuestra patria, protagonizada por homilías grandilocuentes donde, como hace doscientos años, términos sagrados (hoy son agua, familia y democracia) son instrumentalizados con el fin de separar.

Por otro lado, la historia nos ha mostrado que el frenesí precede al final de una etapa y el comienzo de un nuevo ciclo. Nuestra patria dejará de ser estúpida y pronto vendrá una fase que no necesariamente sea una mala recreación de algo que hemos vivido. Saldremos adelante con un activo que ha crecido durante estos siglos y ha formado los rasgos de nuestra identidad nacional: algo más fuerte que el territorio mismo e impreciso como el ritmo de los tambores, los colores encendidos, los olores de los sancochos, y todo lo que nos hace reír y lo que nos hace llorar. La idiosincrasia. Tomará, sin embargo, varios años antes de saber si la que viene será una etapa diferente o si, parafraseando a Hegel, la historia nos enseñará que no nos ha enseñado nada.