Probablemente sin saberlo, los líderes ambientalistas de Colombia están defendiendo los intereses de dueños de la tierra que, para sostener negocios improductivos y altamente contaminantes se aprovechan de la miseria en el campo asegurándose una mano de obra que trabaje por apenas un plato de comida. El agua, los bosques y los recursos naturales de este país no se los ha llevado la industria extractiva, sino un sector agrario que opera bajo parámetros obsoletos, gracias a las millones de familias campesinas que han sido privadas de acceso a educación y salud. Así pues, el reto ambiental más importante del país es lograr que Colombia transite de estar en una era preindustrial a una sociedad del conocimiento, con el menor impacto en los recursos naturales: por paradójico que parezca, esa posibilidad está en la industria extractiva.

En Colombia hemos resuelto cuidar el medio ambiente como lo harían las Kardashian: cargando bolsas reutilizables para llevar compras innecesarias; dejando de usar pitillos pero tomando sólo agua embotellada; y promoviendo consultas populares contra la industria extractiva para que los municipios sigan viviendo de una ganadería extensiva, un agro con baja productividad y prospere la minería ilegal. Esto ha hecho que la deforestación, el mal uso del agua y la emisión de CO2 sigan en aumento, contribuyendo cada vez más al cambio climático.

Y como somos arribistas hemos resuelto que debemos enfrentar el calentamiento global tomando las mismas medidas que un país rico, a pesar de que nuestro aporte de CO2 no proviene del uso de energías contaminantes (como en Estados Unidos y Europa), sino de un pésimo uso del suelo por una agricultura pobre con baja productividad. La ganadería extensiva es la principal fuente de deforestación del país junto con unos cultivos agrícolas que desperdician de manera descarada el recurso hídrico.

Por otro lado, a pesar de la creencia generalizada, la industria extractiva con un uso efectivo menor del 0,4% del territorio nacional, está en capacidad de aportar casi dos veces los recursos que se usan para educación y salud pública de todo el país. El desconocimiento que ha llevado a confundir las licencias de exploración y las zonas de influencia directa e indirecta, con el área efectivamente intervenida (el pozo de hidrocarburos y la mina), han llevado a sobredimensionar el verdadero impacto sobre el suelo, desviando la atención de los problemas de corrupción y de los intereses políticos de los dueños de la tierra.

Lo extractivo no es la minería y los hidrocarburos sino la política que saca todo lo que puede y no devuelve nada. Y la política en Colombia está, históricamente asociada a la propiedad de la tierra, en manos de gamonales rurales que necesitan tener al campesino con hambre y sin educación, para seguir contando con mano de obra barata que les mantenga rentable una operación obsoleta. Mientras tanto, grupos autodenominados progresistas, terminan de hacerles la tarea y toman las banderas de la defensa del medio ambiente, a pesar de que el resultado ha sido peor. La consigna “el campo para los campesinos” podría cambiarse por “las universidades para los hijos de los campesinos”, y eso se lograría si efectivamente se generaran los recursos necesarios (y no se los robaran) a través de la industria extractiva. Esta sería la verdadera revolución ambiental para Colombia.