Para ser empresario hay que ser un irresponsable: siete de cada diez empresas en Colombia fracasan dentro de los primeros cinco años. Además de esa cifra, no se cuenta con mucha información que pronostique el futuro de un emprendimiento nuevo que, por lo general, no tiene ningún otro capital que el optimismo de sus fundadores.

Junto al optimismo, la terquedad suele acompañar a quien se lanza a crear una nueva empresa. Sin esta obstinación, sería imposible superar la interminable sucesión de obstáculos que se presentan en el camino. Los retos no se limitan a los económicos, sino que incluyen los que van apareciendo gracias a la diligencia de “hacedores de política pública”, quienes generalmente nunca han sabido lo que es “vender un paquete de chitos”, y que tienen una creatividad infinita al momento de establecer criterios burocráticos. Así, la semilla empresarial va reconociendo el carácter de un socio inesperado, que está atento a pedir mucho y a entregar muy poco: el gobierno.

Cuando la fortuna ha acompañado al iluso (el empresario), y esa empresa ha logrado sobrevivir a tan pesimista proyección de inicio, los retos no desaparecen sino que se hacen más complejos. A la interminable lista de requerimientos, se suma un socio (el gobierno) que retiene lo que considera su parte, antes que ninguno de los empleados, proveedores y socios reciban su pago. Es así que, por ejemplo, para una empresa de consultoría, el socio (el gobierno), sin vergüenza alguna, retiene al rededor del 11% de cualquier factura, antes de que sea pagado a la empresa.

Para ponerlo en una forma sencilla: suponiendo que esa retención pretende cobrar el impuesto a la renta (34% de las ganancias), esto quiere decir que el socio (el gobierno) presume sin argumento, una utilidad de alrededor del 33% de lo cobrado. En una junta, uno le debería preguntar al socio, ¿qué tipo de bandido se gana la tercera parte de lo que cobra? Desde luego, el socio se recogerá en su silla, cruzado de brazos, y seguirá sacando anticipadamente su parte, sin importar que esos recursos sean necesarios para pagar la nómina o invertir en la expansión de la empresa generando más empleo. Luego de un año, si se cuenta con suerte, el mal socio devolverá apenas una parte de lo que no le correspondía.

A pesar de que el mal socio (el gobierno) está desprestigiado, lo respaldan las voces indignadas de líderes y políticos que esgrimen toda clase de argumentos para reclamar mayores presiones a las empresas que, en últimas, generan el trabajo y la riqueza que la sociedad necesita.

Aunque el mal socio entrega muy poco y cambia las reglas según lo dicte la opinión pública, mantiene sus reclamos sobre las empresas. El mal socio (el gobierno) pone a prueba el optimismo y la obstinación del empresario que no conoce otro camino que crecer, encontrar oportunidades dónde otros no las ven y aportar con su trabajo. Mientras tanto, como dijo Winston Churchill, la sociedad está dividida entre “quienes consideran a la empresa privada un tigre depredador que debe ser fusilado o la ven como una vaca que se puede ordeñar. No muchas personas ven a la empresa como en realidad es: un caballo, que tira de un carro muy pesado”.