Colombia no es subdesarrollada: está desaprovechada. Grandes extensiones del territorio nacional, y la gente que vive en esas regiones, han sido marginadas por un Estado controlado desde unos pocos centros políticos y dejado a la periferia a la merced del abandono y el conflicto. La repetición de apellidos que desfilan por los altos cargos públicos (López, Lleras, Santos, Galán, Lara, Iragorri, etc..) refleja que las promesas de cambio sólo tratan de ocultar una realidad de a puño: el poder político vive de un status quo que, aunque no nos guste, ha sido la justificación de los conflictos que han desangrado a nuestro país y mantenido la pobreza de las regiones. Este padecimiento, que no es diferente en otras muchas naciones del mundo, sólo es posible superarlo recuperando el balance entre los sectores público y privado. En cierta manera es volver los ojos al momento en que se generalizó la democracia en el hemisferio occidental, que vió en ella la estructura política más apropiada para promover una economía de mercado. De la misma manera que ocurrió en la expansión de la democracia en el mundo, los empresarios tienen la posibilidad de llevarla a ella (a la democracia) a las regiones de Colombia donde no ha llegado.
De ahí que todos (opositores o no del acuerdo de paz), coinciden en que los beneficios tributarios contemplados por las ZOMAC son una nueva oportunidad para que la empresa privada corra la frontera de la democracia a regiones que han sido azotadas por alguna forma de conflicto. Cuando llegan a esas zonas, los empresarios traen oportunidades a comunidades históricamente marginadas, vulneradas por diversas formas de violencia, y a la vez pueden demandar que las instituciones democráticas y presencia del Estado mantengan su presencia en ellas.
Ahora bien, eso no quiere decir que las cosas sean color de rosa. Los incentivos planteados corren el riesgo de promover inversiones de enclave, es decir aquellas que, gracias a una flexibilización de las reglas, busquen utilidades inmediatas, sin generar capacidades locales, y sin encadenarse con la actividad productiva tradicional. Así mismo, los empresarios se enfrentan a contextos sociales (desconfianza de las comunidades), productivas (falta de mano de obra calificada), económicas (ausencia de infraestructura), e institucionales (inseguridad y falta de presencia del Estado), que pondrán a prueba el ímpetu e iniciativa empresarial.
Desde antes de la firma del acuerdo de paz, Colombia ya había venido corriendo poco a poco las fronteras de la institucionalidad: durante las últimas tres décadas, y de manera imperceptible (por lo lento), las empresas han alcanzado territorios que antes eran completamente inaccesibles para la democracia (ej. Urabá, Montes de María, Guajira, etc..) y con la implementación del acuerdo, la línea se mueve otro poco más. La permanencia de la democracia en estas regiones siempre ha sido asociada a un factor común: empresarios dispuestos a correr la cerca, aventurados sí, pero también motivados por la oportunidad de negocio que ésta encierra.