A los muchachos geólogos los mataron hampones que, aunque tienen emblemas diferentes, lo hicieron por la misma razón: no quieren que la minería legal, con todo lo que esto significa, esté donde el Estado no ha llegado. El ataque no sólo fue contra la operación de una empresa (a la que a los medios les gusta referirse como “la multinacional”), sino contra todos los colombianos, encarnados en los habitantes de estas regiones, incluyendo a los cientos de mineros que buscan superar incontables vericuetos para formalizarse y ejercer su oficio de manera legal.
El 5 de septiembre sicarios del Clan del Golfo mataron en Buriticá a Oscar Alarcón (28). Lo hicieron porque desde hace más de tres años la sociedad (incluyendo a “la multinacional”), logró que un Estado ausente tomara en serio la responsabilidad de enfrentarse a la minería ilegal que tenía asfixiados a los habitantes de este pequeño pueblo de Antioquia. En su punto más grave, casi 13 mil mineros migrantes desbordaban la capacidad de la cabecera municipal que hasta entonces tenía apenas 2.000 habitantes. Buriticá consiguió lo imposible: confrontar a la ilegalidad y resurgir no sólo gracias a la acción del ejército y la policía (Operación Creta) sino también a la presencia social movilizada por los líderes del municipio, en asocio con “la multinacional”. Hoy, más de 28 instituciones públicas, internacionales y de la sociedad civil hacen presencia en este pequeño municipio que, a pesar de las amenazas, no da un paso atrás. A Oscar, hijo de un campesino bonachón y sencillísimo de Belén de Cerinza (Boyacá) que le pagó con mucho esfuerzo sus estudios, lo mataron por hacer parte de los equipos a cargo del cierre de las minas ilegales, fuente de ingresos para esos criminales.
Fue en oposición a la minería legal, la que llega con la presencia del Estado, por la que dos semanas después mataron a Henry Mauricio Martínez (24), Laura Alejandra Flórez (28), y a Camilo Andrés Tirado (32). Allá, quienes se identificaron como disidentes de las FARC y el ELN, fueron con el objetivo de masacrar a 11 trabajadores y alejar así a cualquiera que amenace el control territorial sobre la región. En Yarumal los asesinos cometían el crimen no sólo para seguir con la extracción ilícita de minerales, sino también con el cultivo de coca y el tráfico de armas.
A los muchachos geólogos no los mataron por amenazar a “una multinacional” que aunque tenga un antipático nombre anglosajón (Continental Gold), con aciertos y errores, se ha enfrentado con valentía y compromiso a las amenazas a pesar de la apatía institucional que caracteriza a este país. A estos muchachos los asesinaron para aterrorizar a todos aquellos que crean que es posible correr la frontera de la legalidad y reclamar la presencia del Estado en regiones secuestradas por las bandas criminales.
Es por esto que en vez de rebuscarnos razones para oponernos a la minería legal, deberíamos abrazarla y con ella a cientos de miles de personas que, aún cuando trabajan en un sector injustamente estigmatizado, le han servido enormemente a nuestra democracia. Entendamos que así como la minería que en su momento financió los gastos de la gesta independentista y luego permitió la industrialización del país, ahora este sector puede aportar a enfrentar el desafío más grande que tiene Colombia: llevar las instituciones democráticas y la protección de los derechos humanos a regiones donde el Estado no ha llegado.
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