«¡Prepárate, vamos a ver Amanecer! Pasa por mí en media hora», acababa de gritar Natalia, aquella noche, 18 de noviembre de 2011, al otro lado de la línea. Por desgracia, no se refería al despliegue de colores matutinos, al alba. Hablaba de la película, aquella desafortunada adaptación de la obra de Stephanie Meyer.
Mientras aguardaba en un semáforo, camino a su casa, me pregunté ¿por qué diablos se llenan las salas con cada entrega de la saga de Edward (Robert Pattinson) y Bella (Kristen Stewart)? El primero es una suerte de príncipe paliducho, y la segunda, una pendeja.
Tiempo atrás, un amigo me invitó a leer Crepúsculo. Lo aborrecí, lo consideré como opción cuando se acabó mi papel higiénico una mañana de escasez. «¡Literatura barata!, ¡romance adolescente de pacotilla!», profería, desesperado y quejumbroso, cuando lo leía. A pesar de mis esfuerzos por darle una oportunidad, no pasé de los primeros cinco capítulos.
Lo más intrigante de la situación era que Natalia, alias la mujer de mis sueños en aquel entonces, alardeaba de intelectual: su novela favorita era El túnel, de Ernesto Sábato, y su película predilecta era ¡El árbol de la vida (Zzz)! ¿Cómo era posible tal incongruencia de pareceres? Me sentía estafado. Llegué a la entrada de su edificio y la esperé, haciendo gala de monacal paciencia, por casi una hora. Se emperifolló como si fuera a cortejar al mismísimo Edward Cullen en persona.
La sala de cine se encontraba atiborrada de mujeres colmadas de emociones, soltando risitas caprichosas y ensortijándose el cabello. Algunas en compañía de sus desdichados pretendientes, novios o esposos (ellos con los ánimos propios de una fatalidad en curso) y otras, junto a sus amigas (ellas presas del éxtasis y alegría, excepto una que otra con crisis de amargura existencial, porque nunca faltan las despechadas).
Empezó la película. Pasé del repudio a la incredulidad cuando tanteé el lugar: «¡Cuántas mujeres, por Dios!» (algunas justificaban el suplicio, valga decirlo). Entonces, lo vi: Jacob (Taylor Lautner) sin camisa, corriendo por el bosque, exhibiendo sus pectorales marcados, sus bíceps abultados y sus abdominales perfectos.
Las mujeres se deleitaron con el espectáculo (y quizá algunos gays también); mi pareja me lanzó una furtiva mirada cargada de morbo. La libido femenina fue en alza: madres, lolitas, ejecutivas, y hasta emos, bramaron «ushh» y mordieron su labio inferior.
Deseaban admirar, y gruñir, con la desnudez masculina. Y, por supuesto, suspirar con la escenificación del amor perfecto entre la bella y la bestia. Anhelaban dar rienda suelta a su naturaleza salvaje.
Al terminar la función, le pregunté (a Natalia) cuál era el encanto del filme. Su respuesta fue contundente: «Las mujeres nos enamoramos de los romances de fantasía porque los verdaderos amores son mierda».
Elevé mi reclamo: «¿Es acaso cierto que los verdaderos amores son mierda o es mierda la idealización de los amores? ¡Soñar con príncipes azules después de los 20 debería tipificarse como enfermedad mental!«.
Natalia guardó silencio por un instante y replicó: «El problema es que el amor no existe, tal vez fue el invento de un papanatas de la Antigua Grecia para dotar de mística a sus aventurillas carnales. El concepto se volvió tan banal como trascendente, tan significativo como insignificante. Lo único real es el sexo. Sin embargo, jamás dejaremos de soñar con los romances imposibles. ¿Por qué? No lo sé con certeza, pero podemos empezar por Walt Disney».
Por @EdgarMed