Cupido detesta septiembre. En el noveno mes del año, la actividad laboral del ángel del amor se incrementa 200%. Para atender las múltiples demandas acumula horas extra. La actividad adicional profundiza sus ojeras. El cansancio lo obliga a beber Red Bull hasta emborracharse producto de la taurina y la cafeína. Y, por desgracia, aquello no le da más alas.
Cupido se ha quejado ante la dirección del Ministerio del Amor. Ha solicitado refuerzos. «Soy incapaz de atender a tantos enamorados», afirma el angelito. El Ministro lo suele mirar con desdén y rebuzna: «El Ministerio carece de fondos para contratar otro empleado, duplique sus esfuerzos». Impotente, Cupido ruega por raciones gratuitas de Red Bull. El funcionario explota en carcajadas. «Vete, vete, te esperan los embobados; no me vengas con tales sandeces».
Cupido no desea engrosar la lista de desempleados. Además, si abandonase su cargo, el mundo perdería uno de sus únicos encantos: la magia del amor. Ha de continuar con su empeño. Es él, y sólo él, el antídoto contra la amargura, contra la soledad. Es él, y sólo él, el salvador de un mundo sin sentido, sin encantos. Es él, y sólo él, el portador de las alegrías.
En una ocasión, entró en huelga y a los dos días inició la Segunda Guerra Mundial. El desdichado intentó enmendar su error. Flechó a Hitler y a Eva Braun. Empero, fue inútil. La sucesión de enemistades por poco arrasa al mundo. Oh, desamor.
Para subsanar su error, Cupido enamoró a los sobrevivientes y motivó el baby boom de la posguerra. Desde entonces, ha procurado mantenerse a la altura.
No obstante, las condiciones laborales empeoran cada mes, cada año. Más, más y más personas nacen y un solo ángel aguarda a la estela. La abundancia de solitarios responde, sin dudas, a la saturación de Cupido.
Cupido es un venerable anciano, no tan diestro con el arco y la flecha como convendría. En las noches de insomnio suele enamorar a apuestos caballeros de gordas sin pudor; a gatos de perros; a ratones de gatos; a cucarachas de latas de insecticida Raid.  En los últimos años ha unido, en numerosas ocasiones, a hombre con hombre y a mujer con mujer. En un caso, incluso enamoró a un loro de una vaca.
El pobre loro, recuerda Cupido, se meneaba en el palo de un árbol. Miraba con terror a la vaca rumiante, parsimoniosa. A unos metros pastaba el toro, imponente, galante. Cupido se dispuso a lanzar su flecha. Se acercó con cautela, tensó la piola y, justo cuando disparó la saeta, se desmayó. El dardo se desvió y asestó al loro.
Empezó el loro a bailar de alegría encima de la vaca, propinándole piquitos e imitando los mugidos. Mu, mu, mu, pico, pico, pico. El vacuno se deleitó y pegó un brinco, una cabriola de felicidad. El loro trastabilló y terminó aplastado, debajo de las patas del bovino. La señora vaca no toleró tal desgracia e introdujo la cabeza en un cubo con leche, hasta morir ahogada.
Cuando el granjero regresó, se encontró con una vaca asfixiada en su propia leche y un loro aplastado a su diestra. Los medios culparon a los extraterrestres, mas era consecuencia del mal obrar de Cupido, aquel anciano borracho de Red Bull, aquel vejete explotado, agotado, aturdido por la sobrecarga laboral.
Desconozco el paradero de Cupido, pero ahora entiendo por qué vi al señor Rodríguez besando un poste de luz la otra noche; ahora comprendo por qué vi a un pájaro besando la escopeta y a un sapo besando una princesa. Ocurre que Cupido es un viejo y un borracho, y septiembre no es su mejor mes.
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