A pocas horas que se acabe el tiempo de las promesas, sé que usted va a cumplir todas mis expectativas. Es decir ninguna. No nos engañemos. El hecho de darle mi voto no nos va a cambiar la vida a ninguno de los dos. Ni a usted, porque seré uno más que le ayudará  a asegurar sus ingresos en los próximos cuatro años ( o menos, si se deja coger) ni a mi, porque el lunes cuando usted ya esté elegido, igual me tocará madrugar a trabajar, las deudas en mi banco seguirán intactas y amaneceré queriendo un poquito más a mis hijas.

 Si voto por usted no es porque tenga esperanzas en que haga  algo bueno por este país, porque a pesar de sus buenas intenciones ( ingenuo yo que creo en sus promesas de estos días) más tarde o más temprano caerá en ese marasmo que envuelve  la política, bien sea porque se quite la máscara o bien, porque parodiando a Rosseau, el hombre nace bueno hasta que  sus compañeros de bancada o el Gobierno de turno, lo corrompa.

Voto por usted porque creo que es el menos malo o por lo menos el que más tiempo puede tardar en decepcionarme. Me pasa lo mismo que con las mascotas, que no me gustan por el hecho simple que aún conservo la esperanza de un segundo matrimonio y no quiero empezar a discutir sobre quién se queda con el gato en el próximo divorcio.

Debo confesarlo. Hago parte de ese llamado “voto de opinión” que somos todos aquellos a los que nos da pena cambiar el voto por la teja o el platico de lechona, pero todos – ellos y yo- sabemos que  no va a cumplir  nada de lo que  prometió. Sé bien que la suerte está echada y usted va a ganar, pero a la larga tengo claro que para dar en el clavo, se necesitan muchos machucones…