Es indudable que nuestra Constitución del 91 es amplia, democrática, incluyente, elástica, flexible, ajustable y ese fue el espíritu de los que la crearon. El problema es que se nos volvió de caucho.
Nuestra Constitución es como el gordo al que siempre ponen de arquero y de a pocos se nos volvió Zoila: Soy la de la reelección, soy la de los ajustes de cuentas, soy la de los articulitos, soy la de cambiar, soy la de ajustar, soy la de negociar. Todo político que quiera hacerse célebre, propone una reforma constitucional. Todo alzado en armas en trance de negociar, propone un retoque, todo delincuente propone un ajuste, todo gremio que vea amenazadas sus finanzas propone soltarle el dobladillo o cogerle un par de pinzas. De una forma u otra todos quieren reformarla, enmendarla, modificarla para hacerla a su medida. Nuestra Constitución entra a cada legislatura como recién bañada en portal de Transmilenio y al final sale como pasajero en Ruta Fácil: manoseada, toqueteada, ultrajada, vejada y mancillada.
A todos se les llena la boca de agua al nombrarla, se les escurren las babas porque la saben omnímoda pero a la vez frágil, maleable y por eso la invocan cada vez que pueden o cada vez que quieren o cada vez que necesitan para darle apariencia de legalidad a sus negocios y sus triquiñuelas.
Y para completar somos chambones y todo lo hacemos a medias como el carpintero que le mete una cuñita a la mesa para que no quede coja, o el ingeniero que le mete más arena que cemento a la mezcla o el fitness man que hace unas pesas con dos tarros de galletas o el vendedor de naranjas que les inyecta agua para hacerlas más jugosas.
Y por eso, la que pretendía ser una de las mejores constituciones del mundo ( por lo menos en el papel) ha terminado por ser una verdadera colcha de retazos. Y así nos va. Sigue siendo como el gordo al que siempre ponen a tapar y por eso siempre nos golean…