A Lilimaría…
Esto no debió pasar de ser un susurro en el oído. Si acaso una cartica perfumada. Pero qué se le va a hacer, me ganó la necesidad de contar, de decir, de hacer saber, como si no bastara con que ella lo supiera.
No soy un hombre viejo, ni mucho menos. Si acaso un acumulador de años, un ser humano al que los miedos infantiles se le convirtieron en cuentas por pagar o en los dedos grandes de un urólogo.
La vida da muchas vueltas y en una de esas se me extravió el sueño de querernos para toda la vida, tal vez por falta de energía, tal vez por falta de cariño. Y llegó la soledad, que de alguna manera me vino bien. Me acostumbré a dormir con medias, a bañarme solo, sin más distracción que sentir caer el agua al suelo, a mal comer, a dormir atravesado, a uno que otro polvo mal echado y sin memoria y un poco a hacer lo que la gana diera.
Dicen que los separados, un poco vintage, un poco locos, un poco tostados, un poco gastados, tenemos cierto encanto. Somos como esos soldados que vuelven de la guerra sin más condecoraciones que una que otra cicatriz en nuestra alma, con una edad que nos permite pasearnos por el mercado del usado, sin más pretensión que después de un tiempo nos otorguen la plaquita de “ clásicos y antiguos”. Nuestros amigos nos invitan a todo, con la esperanza de casar a la amiga bigotuda y ya nada de lo que digamos o hagamos, produce algún escándalo. O por lo menos, poco nos importa . Y así vamos caminando por la vida, sin mayores sobresaltos, esperando que las hijas se casen o nos den un nieto, acumulando millas y también semanas para lograr una pensión y viendo caer el pelo y la barriga.
Y es en medio de esa tranquilidad pasmosa que aletarga, cuando uno cree que la vida está resuelta, cuando uno siente que el partido ya se acaba, que aparecen las tormentas, primero en forma de llovizna y luego en forma de aguacero. Un huracán que nadie espera, que enreda todas tus certezas para convertirlas en dudas e inquietud. Uno no lo ve llegar, no lo ve venir. Ni siquiera lo presiente, pero como en Cien años de Soledad, nos llega una segunda oportunidad en esta tierra, esta vez vestida de entusiasmo.
Enamorarse a esta edad no es más que superar los miedos, pero no resulta fácil distinguir la gastritis de las mariposas en el estómago. Es recomenzar, deconstruir, como dicen los chefs contemporáneos, vencer las taras, apagar los titubeos, llenar todos los vacíos, tapar todos los huecos, mitigar todas las vacilaciones, calmar todos los desasosiegos, con la esperanza que esta vez sí sea para siempre o por lo menos mientras dure. De pronto no será como el de Fermina Daza y Florentino Ariza que escogieron el amor como la mejor forma de morir dignamente, pero sí un amor tranquilo, con uno que otro sobresalto, con la vitalidad que dan los años y la energía que da la madurez.
Me perdonarán el desahogo. Sé bien que no debió pasar de ser un susurro en el oído. Si acaso una cartica perfumada. Ella ya lo sabe, pero yo sólo quería repetirlo…