No hay duda alguna. Somos los reyes del manoseo de las ideas y la elasticidad de los argumentos. Como además de egocéntricos, somos vivos, nos gusta torcer los hechos, encauchar las tesis, darle la vuelta a las opiniones, con tal de salir siempre bien librados. Nos gusta voltear la torta y por eso es que generalmente en la puerta del horno se nos quema el pan.
Los colombianos somos poco dados a escuchar y en el mejor de los casos solamente esperamos el turno para hablar, pero sin oír a los demás, sin intentar entender los argumentos, sin confrontar las ideas contrarias, sin darle una oportunidad a los acuerdos, porque de lo que se trata es que los demás piensen como nosotros. Nos montamos en una película y de ahí no nos bajamos, no porque tengamos siempre la razón, sino porque nunca estamos dispuestos a aceptar que sucede lo contrario.
Sacamos las ideas ajenas de su contexto para validar las propias porque nos gustan las medias verdades o las mentiras a medias, que de tanto repetir terminan convertidas en verdades completas. Nos gusta tener siempre la razón y ese tal vez es el origen de nuestras locuras, porque poco nos importa pisotear a los demás, respetar a los demás, dialogar con los demás y más bien lo que nos fascina es que los demás, nos den una respuesta afirmativa o cansados, abandonen la pelea. Para todo tenemos una excusa y como carpintero mañoso le metemos una cuñita a la mesa con tal que no cojee. No importa si mentimos, no importa si arrasamos, no importa si falseamos, no importa si maquillamos, no importa si banalizamos, no importa si tergiversamos y por eso tenemos flaca la memoria y gorda la conciencia.
Entendemos la autocrítica como la capacidad de mancillar a los demás y no como la intención de mirarnos para adentro. Somos poco dados a aceptar que la embarramos, que cometemos errores, con y sin intención, que nos podemos equivocar, que a veces lo que decimos puede no ser, que una cosa es la seguridad y otra la terquedad, que a veces aceptar que los demás tienen la razón puede librarnos del peso de la culpa y que ser falible no es sinónimo de debilidad.
Y para completar, somos expertos en echarle la culpa a los otros. Con descaro les cargamos la responsabilidad, sin siquiera sonrojarnos. Nos sacamos un pedazo de lomito de la boca para meternos la mentira, que una vez masticada y digerida termina convertida en una verdad irrefutable. La nuestra por supuesto.
Tal vez si escucháramos más, adivinaríamos menos y encontraríamos la razón de esta locura que vivimos. De lo contrario solamente quedará una cuerda: la que nos estrangula cada día…