El mundo amaneció preso de la baba y de los miedos, de las justificaciones por la muerte y la necesidad de una venganza, del homenaje feisbuquero y los chistes sin sentido en las redes.
Lo único cierto es que aparte de las víctimas de París y las que vendrán en Siria y en el mundo por la vía del desquite, la violencia nos ha vuelto a poner cara a cara frente a la dicotomía del hombre posmoderno: la seguridad o la libertad, que a la larga poco tiene que ver con la policía o con las leyes, sino con la esencia misma del ser humano.
El dilema no es nuevo porque suele ser como una cobija pequeña que si te tapa los pies te descubre el pecho y viceversa. Si obtenemos seguridad, de alguna manera entregamos algo de libertad en la movilidad, en el pensamiento, en el albedrío. Si obtenemos libertad, de alguna manera cedemos las zonas seguras que nos dan tranquilidad o por lo menos su sensación, como pachuli de hippie trasnochado.
Sin embargo, eso que parece tan de política de estado, tan de trapisonda de cóctel, es a lo que nos enfrentamos a diario en nuestras relaciones con los demás porque cuando obtenemos en alguien el refugio que nos cubre, de alguna forma estamos entregando parte de la libertad de equivocarnos, de caernos, de caminar por nuestra cuenta y cuando sentimos el anhelo de volar, de ver el mundo desde arriba, estamos de algún modo, muertos del miedo de caer.
Y es esa batalla diaria que tenemos que pelear porque como dice Sabina, la vida sigue como siguen las cosas que no tienen mucho sentido, porque odiamos las cadenas pero necesitamos de las manos, odiamos los compromisos pero nos aferramos a los afectos, nos gusta el amor pero no los sufrimientos que conlleva, el olvido pero nunca las ausencias y sobre todo, porque la soledad es apenas un remedo de alas.
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