Y me pongo de primero en esa fila…

Los colombianos somos expertos de un día, diletantes de la nada, sabiondos que nunca nos negamos el derecho de opinar y de decir, de intentar dictar cátedra en materias que desconocemos por completo, porque nuestros argumentos, en la mayoría de los casos, nadan en la baba y en la liviandad.

Una noticia aplasta a la otra, porque vivimos a una velocidad vertiginosa que nos priva del privilegio de conocer y de saber, de enterarnos del fondo de las cosas, de sus detalles, de su contexto, de su proyección, porque además no nos interesa y por eso preferimos dejar pasar la oportunidad de quedarnos callados, porque creemos que la profundidad y las opiniones sustentadas, son apenas un detalle menor.

Obviamente no se trata de que sólo haya espacio para los puntos de vista especializados, pero sí por lo menos de que lo que uno diga, tenga algún grado de sustento y no solo sea el producto del calor de la ocasión. Claro que todos podemos expresar lo que pensamos, aunque precisamente el problema radique en que especulamos más de los que analizamos, en que teorizamos más de lo que investigamos, en que gritamos más de lo que meditamos, porque estamos presos de la euforia. Y de la histeria. Nuestra voz se conecta con la lengua sin pasar por el cerebro y por eso nuestras opiniones terminan siendo una especie de eyaculación precoz que nos produce cierta sensación orgásmica que se pierde en medio de la nada.

Tener una cuenta en Netflix y comer crispetas nos hace expertos en cine, odiar o amar a Cristiano Ronaldo nos vuelve peritos en el Balón de oro, cambiar un bombillo o tomar una bebida energizante nos convierte en eruditos sobre la conveniencia o no de vender una hidroeléctrica, votar por el consejo comunal nos transforma en politólogos, padecer un estrujón en Transmilenio nos hace conocedores profundos de las soluciones de movilidad, ser deudores del crédito Codensa nos empuja a opinar sobre la economía del mundo, tomar agüita de rábano nos da la autoridad para proclamar las dietas salvadoras y cocinar un huevo duro nos eleva a la categoría de chef. Para completar, nos abrogamos el derecho de opinar de los demás y nos autonombramos jueces de la existencia de los otros. Criticamos el súpercoco que se comen los demás, como si la caries fuera nuestra.

Nuestras opiniones son efímeras y lo que decimos hoy, mañana ya no lo sostendremos, porque lo que pensemos dependerá de dónde esté la cresta de la ola y porque al fin y al cabo mañana estallará otro tema sobre el cual podremos sentar nuestro veredicto de sabiondos especializados…

 

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