La hoguera de las vanidades nos empuja a pensar que somos los dueños del universo, sin tener siquiera para el arriendo. Y es que el ego es una plaga que recorre la vida sin distingo de razas, de género o de estrato y nos lleva a pensar que somos el ombligo del mundo, cuando a duras penas llegamos a ser esa motica negra que se enreda en medio del sudor.
Nos gusta basurear a los demás porque el delirio de grandeza es el mejor síntoma de una mente pequeña. Nos creemos más de lo que creamos y por eso sentimos que el resto de la humanidad nos debe algo, que nuestra opinión es la única que vale, que nuestra verdad es absoluta, mientras que la de los demás es apenas un atisbo de realidad desdibujada.
Hemos convertido nuestro ego en una inmensa vara de premios, resbalosa y traicionera, de la que sin embargo intentamos agarrarnos con las uñas de los pies pero de la que indefectiblemente algún día caeremos. El yoista es primo hermano del fantoche y de la mentira perniciosa a la que acudimos sin ponernos colorados porque nos creemos infalibles, insustituibles, irremplazables, necesarios, indispensables, el mejor cocoloco de la playa, el último cupito de un colegio distrital.
Creemos que estamos hechos de un material incorruptible y se nos llena la boca de agua y babas al hablar de ética y códigos morales y por eso nos sentimos jueces del resto de la humanidad y por eso creemos que los demás son unas guevas y por eso gritamos y vociferamos con histeria de niña consentida que los otros son tontos e incapaces, unos ineptos que nunca alcanzarán nuestra estatura, nuestro pedestal, desde el que observamos cómo se ve el mundo sin nosotros, un podio del que a veces nos bajamos, para darnos un toquecito de humildad y por supuesto, para hacerles sentir a los demás que de alguna manera aún no somos dioses, aunque en el fondo creamos que nos falta muy poquito.
Aparte de ser más picados que muela de gamín, somos falsos y arbitrarios porque nuestros argumentos suelen ser de caucho. Nos gusta el doble rasero para medir situaciones similares porque sentimos que siempre tenemos la razón. El ego es venda, pero creemos que es bandana, que nos hace ver muy cool, cuando en el fondo no somos más que unos lloretas que despotricamos contra el mundo porque sentimos y creemos que tenemos una deuda que cobrar. Vivimos en la ciudad de los espejos, pero en realidad no llegamos a espejismo.
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