«De las tumbas quiero irme
no sé cuando pasará
las tumbas son pa’ los muertos
y de muerto no tengo na».
El Papa acaba de descuadrarme mi paso a la otra vida. Desde hace mucho tiempo le había expresado a mis hijas el deseo de que una vez me fuera de este mundo, mis cenizas fueran esparcidas en el mar. Primero para ahorrarles la engorrosa tarea de tener que ir a visitar mi tumba y segundo, para evitarles la extensa cola de deudas que deja un funeral.
Pero ahora resulta que no, que la Iglesia Católica y su Congregación para la Doctrina de la Fe (que entre otras cosas tiene nombre de los tiempos de la Santa Inquisición), decidieron que “no se permite la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos». Debo decir que algo va de la escena llena de nostalgia y sentimiento de abrir el cofre en una barca vieja y esparcir –no botar- las cenizas en el mar, a la lobería de mandar hacer llaveros y pisapapeles con lo que queda de uno. Al que lo haya pensado deberían condenarlo al fuego eterno en la paila del infierno.
La Iglesia va más allá. Dice que «la conservación de las cenizas en un lugar sagrado ayuda a reducir el riesgo de apartar a los difuntos de la oración y además, «se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden sobrevenir sobre todo una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas». Discrepo nuevamente. Para ser inolvidable solamente se necesita la memoria de los otros porque cuando llega el olvido es que irremediablemente uno se ha muerto. No echemos cuentos. Para que se acuerden de uno no se necesitan tumbas ni grandes mausoleos. Se necesita tan sólo haber hecho el intento de ser buena persona. Y es que como dice Cheo Feliciano, “que más perfume que la lágrima sentida que identifica el sufrimiento de la gente, porque las flores ya mañana se marchitan y el cementerio es un olvido indiferente”.
Aspiro a morirme de viejo, pero en realidad uno no se muere cuando debe sino cuando puede y aspiro haber hecho algo decente en esta vida como para que me recuerden sin necesidad de un panteón, porque al fin y al cabo no es que uno se vaya, sino que empieza a vivir más lejos. A pesar de Francisco y sus obispos, mi deseo sigue intacto…