La semana pasada, muchas personas en el mundo participaron en uno de esos tantos días inútiles que nos inventamos: The National Day of Unplugging (el día nacional de la desconexión). Básicamente consistía en renunciar a cualquier dispositivo tecnológico durante 24 horas, para enfocarse en su vida ‘análoga’, que es la forma como denominamos los nostálgicos a aquellos días en que sólo nos importaba correr por la calle con un caballito de madera, jugar banquitas hasta morir, esquivar los golpes de la vida al jugar a los ponchados y tener como única preocupación, no pisar las líneas del anden al correr hasta la tienda. Días tranquilos, de pelotas de letras, de pedirse primero ser Pelé, de jugar hasta el cansancio, de mamás anunciando a grito herido la hora de comer. Tardes de televisión en blanco y negro donde la familia entera se reía y el menor de los hermanos era el control remoto de los otros. Tardes donde se comía a las siete, juntos y en orden y donde el puesto principal y el hueso más carnudo le pertenecía al papá o a los abuelos. Tardes donde la lavadora no era de marca sino de algún pueblito de Boyacá y no se pagaba con crédito Codensa sino que era una más de la familia. Tardes donde la leche de cantina no hacia daño y comer pollo era todo un acontecimiento, bien porque alguien cumplía años o bien porque el papá llegaba tarde y enfiestado. Tardes donde soltar un dobladillo era motivo de alegría y donde solamente se recibía un regalo por navidad y otro por cumpleaños. Pero todo cambió. No para bien ni para mal, pero cambió. Los amigos y los años se fueron y ya no quedaron vidrios que romper. Las redes sociales, los teléfonos inteligentes y las conexiones de wi-fi, gobiernan nuestras vidas. Hoy por hoy, es difícil concebir una relación que no esté mediada por las redes sociales y su construcción obedece a sus reglas: inmediatas, rápidas, cortas, intensas y en muchos casos vacuas y banales.

Como es apenas natural, yo también corrí esa carrera. Una cuenta en Facebook, otra en Twitter, una más en Instagram y debo confesarlo, en un momento oscuro de mi vida que pretendo borrar y para siempre, una cuenta en Tinder. Como todos, tuitié sobre lo divino y lo humano. Mis estados mentales y afectivos los desparramé en ciento cuarenta caracteres como si no entendiera que a los que no me conocían les valía huevo y los que me conocían, ya lo sabían. Opiné en forma superficial de las peores tragedias, me reí sin recato y hasta sin respeto de las desdichas de los otros, preferí los emoticones a los abrazos. Me llené de “amigos” que no conoceré y fabriqué fantasías que en verdad a nadie importan. Fue apasionante, sin duda. El vértigo de sentirse importante para alguien, la necesidad urgente de que retuitearan mis frases, creer que una foto, un instante, puestos en el tendedero, llenarían mis momentos, lo hizo emocionante.

Pero como pasa con los roscones calienticos, después de tres mordiscos, empalagan. Llegó el día en que dejé de ver la orilla y que las cosas importantes se estaban esfumando y que la porquería de los otros y la mía empezaba a flotar y a cegarme la existencia. Infoxicado que llaman los expertos. Infobeso, dicen otros. Mamado, digo yo. Por eso, decidí tomar distancia. De a pocos. De a muy pocos. Un día. Dos. Una semana. Como un adicto. Paso a paso. Y he descubierto que me gusta, que me hace bien. Y lo mejor de todo es que mi vida ha continuado sin mayores sobresaltos que los normales: deudas, trancones y ganas de orinar en las mañanas muy temprano. Como la plata, Internet no es bueno ni es malo. Es realmente un mundo de posibilidades que se abren. Sin embargo por espacio o por tiempo, las redes han llenado de banalidad nuestra existencia. La levedad se ha apoderado de nuestras vidas y puede que nos comuniquemos más pero indudablemente no nos estamos comunicando mejor.

Tal vez Bauman tenía razón al decir que las redes sociales estaban basadas en el miedo a estar solos. Y yo no lo estoy. Tengo el amor incondicional de mis hijas, una mujer que me quiere y en la nevera tres o cuatro frutas viejas con las cuales hacer un salpicón…