Después de ver las imágenes de Paloma Valencia desaforada y vociferante con los ojos casi desorbitados junto a la verborrea histérica del exministro Fernando Londoño durante la convención del Centro Democrático, no pude menos que acordarme de la serie Aquarius. En ella se relata la vida de Charles Manson, un cantante de dos pesos, exconvicto alucinante, que a punta de labia y locuacidad logró formar una masa de seguidores, capaz de dar la vida por él, sin importar la causa o el propósito, al extremo que a punta de carreta y palabreo, los indujo a cometer el asesinato de la actriz Sharon Tate y otros vejámenes. Lo mismo hicieron años después los llamados Davidianos, que se dejaron inmolar en un rancho de Waco por defender a su líder David Korresh y antes, los seguidores del reverendo Jim Jones en la Guyana.

Alvaro Uribe, qué duda cabe, es un personaje impresionante, un comunicador excepcional, que logró reencauchar el estilo de Jorge Eliecer Gaitán, de León María Lozano, el viejo pájaro de la época de la violencia colombiana y del no menos célebre Monseñor Builes, para convertirse, contra tirios y troyanos, en el político colombiano que partió nuestra historia en dos, con su discurso apasionado e incendiario. A él se le atribuye, con razón o sin razón, todo lo bueno y todo lo malo que pasa en el país. De alguna manera, él resume todo lo que somos: trabajador, esforzado, obstinado, emprendedor y por supuesto, fantoche, ventajoso, egocéntrico, vanidoso, carretudo, individualista, petulante y presumido. Así somos. Y así es. Sus discursos, sus tuits y en general sus comunicaciones son variaciones de un mismo discurso que a unos les gusta y a otros les disgusta. Uribe habla para sus seguidores, para darles gusto, para enardecerlos, pero evade el diálogo y las opiniones que no se acomoden a lo que él piensa.

Como si con Uribe no alcanzara y gracias a él o en respuesta a él, nuestros políticos, nuestros pastores y nuestros curas se han encaramado en una carroza populista llena de frases sin sentido, vacuas y vacías, pero virales como dicen los gomelos de hoy en día. Son discursos para encender la galería, para aguijonear los ánimos, para atizar los corazones, para excitar los odios anteriores, para aupar a los demás a matarse e insultarse. Como lo hizo Trump y como lo hacían Manson, Korresh, Jim Jones y el Ku Klux Klan.

La ideología no interesa, porque en Colombia ser de izquierda o de derecha es una pose (o que lo diga Angelino o Roy Barreras). Todo nos sirve o todo nos afecta, dependiendo de lo que necesitemos y nos beneficie. Ni siquiera depende de lo que creamos. Insultar, ultrajar, vilipendiar, pordebajear, rebajar, denigrar, mentir, falsear, distraer, embaucar son verbos que nuestros políticos y líderes religiosos han optado por conjugar todos los días. Y para eso nada valen los colores. Está probado, que esa forma de entender la vida trae resultados. Para completar, nuestra justicia es débil por lo que  poco importa  decir sin tener pruebas, ya que al final, una patrasiada, termina por bastar.

El problema está que de insulto en insulto vamos a incendiar lo poco que nos queda. En Alemania hicieron popular a Hitler y en Colombia aún no terminamos de llorar los muertos que dejó la violencia partidista. Tal vez, por el bien de todos, es mejor que estos pájaros reencauchados se vayan a volar a otra parte.