Para los que creemos en algo o en alguien, pelear con Dios es como pelear con el cajero del banco. Tarde o temprano, uno siempre tiene que volver con carita de yo no fui.
De un tiempo para acá me la paso discutiendo con el man (como le dice el padre Linero), porque aunque creo, muchas veces las cosas que me pasan, me superan y me exceden y no encuentro a nadie más a quien echarle la culpa. Sin embargo, como en el banco, me hago el loco y al rato vuelvo, serio pero amable, a terminar de hacer mi vuelta.
Tengo claro que al escribir esto que escribo y en la forma en que lo escribo, me lloverán rayos y centellas y que muchos me condenarán al fuego eterno porque para completar soy de los que cree en Dios pero no en todos sus ejecutivos de cuenta que van desde monseñores perfumados hasta curitas de pueblo con múltiples sobrinas, pastores millonarios y políticos que hacen de la biblia su libro de campaña hacia el Senado. O hacia la Presidencia. O incluso a miembro de una Junta Comunal.
Suelo ser de esos católicos conchudos que se acercan a Dios a pedir cosas y aunque semanalmente suelo visitarlo en la capilla de mi barrio, termino como maestro de Fecode, con mi pliego de peticiones casi a diario, esperando que el hombre me resuelva mis problemas. Al fin y al cabo, si Él es el más, el mejor, el número uno, cómo no va a poder tirarme una manito con esa deuda que me agobia, ese contrato que no sale o con la calma en mi familia. Sin embargo, aunque tengo fe, creo que anda un poquito distraído con el paro en Buenaventura y el lío de las zonas veredales.
Soy de los que creo que Dios es un bacán, al que le puedo hablar todos los días sin necesidad de intermediarios y trasladarle todos mis problemas, todos mis aprietos, todas mis necesidades, aunque a decir verdad, hace rato entendí que aunque Él todo lo puede, como en EPS colombiana, toca esperar el turno. Me lo imagino, dicharachero y juguetón, bondadoso y bueno, casi, casi como un costeño en carnaval, que siempre tiene una solución para todo lo que pasa. Nunca he pensado en un Dios sacralizado con olor a naftalina, sino como un señor imperturbable de mirada calma y voz sencilla, que a veces se disfraza de mendigo o incluso de conductor de Transmilenio. Por eso, a pesar de haberme divorciado, de aceptar el aborto y el matrimonio igualitario, de no consentir a los curas pederastas, ni la opulencia de la iglesia en todas sus versiones, creo que Él me quiere y me perdona a cada día, así a veces le haga mala cara.