Yo también amanecí con la piedra afuera. No es poca cosa que la Fiscalía haya decidido pisarles la cuerda a tres exmagistrados y a tres políticos reconocidos, como lo había hecho la semana anterior por el caso Odebretch o antes con el fiscal Anticorrupción.
No es poca cosa tampoco, los casos de Reficar, los comedores escolares, Interbolsa, la Guajira, el cartel de los pañales, el ‘carrusel’ de la contratación, Estraval, solamente por nombrar unos pocos para no vomitar. Por eso, indignarse, emputarse, encolerizarse, es fácil. Mejor dicho, es casi una obligación y hoy resulta sencillo poner tema de conversación en la fila de un banco o mientras uno espera a que lo atiendan los cajeros del D1.
Sin embargo, por lo menos a mí, hay algo que no me deja, que me incomoda y que me talla como zapato chino nuevo. Debe ser, tal vez, mi inmenso rabo de paja, no porque sea un cafre del tamaño de estos tipos, o que me haya robado las arcas nacionales o que haya dejado sin agua a un poco de niños barrigones y mocosos o que haya recibido un soborno de alguna multinacional. No. Pero eso no me exculpa ni me justifica, porque precisamente ese tipo de excusas son las que decimos el resto de colombianos cuando hablamos mal de los demás y criticamos a los corruptos en las charlas de café.
Hace un tiempo largo, un sábado en la noche, en una calle poco transitada, un policía me paró. Me asusté, porque nada asusta más que la mamá lo llame a uno por el nombre o que un policía nos pida los papeles. Por descuido, había dejado vencer el seguro obligatorio del carro, el día anterior. El agente empezó con la retahíla: ¡Que no, que qué falla, que eso me va costar carísimo, que se me tiene que llevar el carro, que es sábado y si me va bien lo podré sacar de los patios el lunes en la noche, que por bajito voy a tener que pagar medio millón, que qué sed, qué él me quiere colaborar, que qué hacemos? Yo, tan digno, tan correcto, tan decente, tan buen ciudadano, tan educado, tan decoroso y tengo que decirlo, tan hipócrita, caí. Me tocó, me dije en ese entonces. Que el infierno de esperar a que viniera la grúa y hacer las vueltas para sacar el carro de los patios, me consumiría un día entero y una plata que en ese momento no tenía, me justificaba, pero claramente hubiera podido decir que no y admitir el error.
Acepté el boleteo oficial y aunque en un principio me sentí víctima, a la larga lo que hice fue entrar de cabeza en ese inmenso barril de estiércol que nos ahoga y nos destruye. Treinta mil cochinos pesos que aún me duelen, no por lo que representen, sino porque con ese solo acto borré con el codo un discurso que he venido construyendo con los años y que he intentado vendérselo a mis hijas. También me sirvió para darme cuenta que a lo largo de mi vida, he dicho mentiras, medias verdades y verdades a medias y hasta me he robado las uvas en Carulla. No he matado, no he robado, no he dañado, pero no por eso, he dejado de contribuir a lo que pasa en el país y por eso hoy no tengo cara para decir algo en contra de esos tres magistrados o de esos tres políticos o de todos los que han participado en Reficar, en los comedores escolares, en Interbolsa, en la Guajira, en el cartel de los pañales, en el ‘carrusel’ de la contratación o en Estraval. No los justifico, ni mucho menos. Lo que digo es que todos los que alguna vez hemos pensado que acciones pequeñas como las que acabo de contar, no hacen daño o no son graves, estamos muy equivocados porque el país se descuaderna por igual.
No me queda más que pedir perdón, no sólo por el caso del policía sino por el montón de cosas indebidas que debo haber hecho a lo largo de la vida y ofrecer disculpas, sobre todo a mis hijas que afortunadamente hoy son mujeres de bien y son mi orgullo.