Se nos llena a boca al hablar del ego de los argentinos, pero para creídos y picados, a los colombianos no nos gana nadie. La mayoría de nosotros somos amargados, resentidos y envidiosos. Nuestro orgullo o nuestra tristeza no es con respecto a, sino con respecto a quién. Tenemos un tonito de superioridad moral, con el que solemos descalificar y desacreditar a los demás. Basta ver las musarañas que le hizo Edwin Cardona  a sus rivales coreanos con la secreta intención de descalificarlos o de burlarse de ellos y más patético aún su proyecto de disculpas que retrata de cuerpo entero, otra actitud muy colombiana: tirar la piedra y esconder la mano. “Que no, que yo no fui, que yo no quise, que qué pena, que tal y tal”. En el mismo ambiente deportivo, el comentarista Iván Mejía puso a rodar por equivocación en su cuenta de Twitter, una foto de una mujer escasa de ropa que quería a mandarle a un amigo. Es decir, algo de su ámbito privado se le pasó a lo público, lo que a cualquiera le puede ocurrir. Sin embargo, su actitud no fue la de aceptar el error, sino la de ensalzarlo y hacer mofa.Como quien dice, al que le guste bien y al que no, que se joda. Eso sí, la esposa de Mejía debe estar feliz.

En el campo político, ni se diga. La derecha, es una postura política creciente en el mundo, tan válida como cualquiera, que a muchos podrá no gustarnos, pero que tiene quien la defienda con argumentos lo suficientemente fuertes. Que algunos tienen posiciones extremas, sectarias y descalificadoras, es cierto, pero en el otro extremo pasa exactamente lo mismo, porque en la izquierda también abundan los extremistas, los intransigentes y los intolerantes. Ha ganado terreno un mito urbano según el cual, ser de derecha es un adjetivo calificativo, que opera en contra de quien profesa esa creencia. Y pues no, como tampoco las piedras que se tiran desde esa orilla para descalificar a los que dicen ser de izquierda. Son visiones de la vida, válidas una y otra y cada cual las asume a su manera.

Igual opera en otras esferas de la vida. La religión por ejemplo. Los católicos, tan laxos como somos, vivimos la fe de una manera casi folclórica, pasándonos los dogmas por la faja, acomodándolos a nuestras propias urgencias terrenales. Y así somos felices. O infelices según sea el caso. Los cristianos en cambio, en todas sus vertientes, viven la palabra a pie juntillas y por ese pequeño ojo mágico juzgan y prejuzgan a los que no se les parezcan. De blandos, pervertidos, pecadores, no nos bajan, para responder a los insultos de rezanderos y beatos que ellos también suelen recibir. Sin embargo, todos deberíamos tener derecho de vivir la idea de Dios, como mejor nos parezca y no como digan los vecinos. El tema de la sexualidad también suele causar mucha urticaria, como si la forma en que cada cual adquiere sus sudores, le importara a los demás. Los sexistas, homofóbicos y misóginos descalifican a los gays y a las lesbianas, sin pensar que detrás de cada gusto frente al sexo hay un ser humano con posibilidades, sueños y con miedos y que aunque todos queremos conocer a los demás por dentro, cada quien escoge por dónde entrar. Sin embargo, de allá para acá, sucede lo mismo. La población LGBTI, ha terminado por creer que ser minoría les otorga unos derechos especiales, o que los unge de un poder que no tienen los demás. Una cosa es reclamar unos derechos que les han sido negados desde siempre y otra, creer que lo gay es sinónimo de brillo e infalibilidad. ¿Y qué decir de los taxistas? ¿Cuándo o por qué se les confirió el título de guardianes de la ley, capaces de parar, de patrullar, de hacer justicia por mano propia, de decir qué se puede y qué no, de insultar, de maltratar? ¿O los barras bravas que se creen dueños de los estadios y terminaron por alejar a las familias? ¿O los funcionarios que se creen importantes haciéndose rogar por una cita o poniendo trabas para pagar un cheque?

En resumen, cada quien puede pensar lo que bien le venga en gana. Lo que aburre es el tonito…