Millennials y centennials son de esos términos que hacen parte de nuestro vocabulario, tan propenso a adoptar palabras extranjeras, que no nos significan mucho, pero que nos hacen sentir que somos ciudadanos del mundo. En realidad, no son términos académicos, sino más bien estereotipos derivados de conversaciones entre expertos en mercadeo y ventas, aunque muchos también les atribuyen el término a Neil Howe y William Strauss, en un libro publicado en el año 2000 con el título Millennials Rising: The Next Great Generation.

Se les tilda de egocéntricos, desorientados, inconstantes, interesados por lo nuevo, poco aficionados por la política y por la religión, aunque recuerdo bien que mi papá contaba que lo mismo le criticaba su papá, es decir mi abuelo. Así las cosas, esos términos son más etiquetas comerciales que sirven para agrupar a un tipo determinado de posibles clientes, pero que en la mayoría de los casos tienen una connotación de clase. Por eso, es difícil pensar en  millennials estrato tres o carnetizados del Sisben, ya que no son sujetos atractivos para el mercado y el comercio.

Según el Dane, las personas con edades entre 20 y 34 años corresponden al 49,7 e la población colombiana ( 25,23 % hombres y 24,24 % mujeres). Visto así, representan la mitad de los colombianos, una cifra que hace babear de las ganas a Fenalco o a la Andi. Sin embargo, las cifras caen dramáticamente cuando de hablar de millennials y centennials se trata, porque las oportunidades, los ingresos, las expectativas de vida, claramente están mal repartidas en nuestro país. Estos son en realidad, más un target de un grupo específico de consumo, que la descripción general de una porción de nuestra población. Por eso resulta fácil tratarlos de consumistas, amantes de la tecnología, llenos de dispositivos digitales, pegados del Twitter, Instagram y WhatsApp, amantes de la rumba, banales y superfluos.

Y es que algo va del millennial que puede usar Uber o Airbnb, al joven que solamente conoce a Huber Alfredo, el conductor del bici taxi que lo lleva hasta el portal de Transmilenio. No es lo mismo tomar chicha en el Chorro de Quevedo que jetearse con tequila en Andrés Carne de Res, ni tener plan de datos, que recargar minutos en la droguería de la esquina, ni apostar dos petacos de cerveza jugando micro que intercambiar opiniones en el sauna del club que pagan los papás. Ambos tienen algo de desesperanza y desarraigo, pero claramente por razones diferentes, porque en muchos casos pueden llegar a comer a la carta: unos pueden escoger lo que se comen y otros porque el que saca el as, es el único que come en la familia. Son jóvenes y por eso no resulta fácil, ni justo, convertirlos en hashtag, porque pilos y vagos hay en todas partes.

Cada uno tiene su historia, cada uno tiene su drama, cada uno tiene sus sueños y cada cual tiene sus días de alegría y de malparidez. No todos los jóvenes son millennials, porque no todos tienen la capacidad de comprar o la oportunidad de escoger en qué trabajan o la posibilidad de cambiar de celular cada vez que Apple quiera. En resumen, no hay millennial pobre, pero lo único cierto es que a los jóvenes no se les define por el tamaño del bolsillo, sino por el tamaño de los sueños.