El odio es la mayor fuente de energía renovable del planeta. Diariamente en cualquier lugar del mundo, se cocinan a fuego lento, millones de antipatías, de aversiones, de rencores y de tirrias de alguien contra alguien.
Y es que algo va del odio a la ira y el empute, porque el primero se sufre en aquello que los poetas llaman alma, se padece a cuentagotas, se sufre a pedacitos, como una pequeña verruga que de a pocos se convierte en el cáncer que nos mata. La ira y el empute son algo más sanguíneo, pequeñas erecciones que terminan en orgasmos no pedidos, como cuando el diablo pasa a lista.
Aristóteles veía el odio como una pasión equiparable al deseo o a la envidia, Descartes como la conciencia de que algo no está bien, Freud como un estado del yo que desea destruir la fuente de aquello que nos da infelicidad, Nietzsche, como algo que sirve para mantener un cierto estado de alerta intelectual, Eco, como un sentimiento colectivo, el lazo que une a los pueblos y los hace arder en un fuego idéntico, Benedetti como un cuchillo de silencio que lentamente nos desgarra. Algo así como un resumen de la poquedad del ser humano.
«Nos gusta más la furia y la violencia porque sabemos que cuando el odio explota termina convertido en tragedia».
El odio se amamanta de mala leche y se alimenta de rencores. Es una antipatía que crece y se desborda como un ciclotímico que se convierte en bipolar. Es un sentimiento que se goza y se disfruta, que se saborea como esos chicles infantiles que dejábamos debajo del plato de la sopa para seguirlo masticando apenas terminábamos de comernos las verduras. El odio necesita tiempo, porque a veces ni se inmuta. No se construye de un día para otro, sino que es un sentimiento a largo plazo, sistemático y metódico. Es silencioso, incluso tímido y algo retraído. No se muestra, ni alardea, sólo explota, que es cuando termina convertido en genocidio o en tragedia.
En Colombia, el odio es la utopía que nos mueve, pero como somos pantalleros y fantoches, disfrutamos más la furia y la violencia. Por eso nos gusta el matoneo, el tuiter destructivo, los discursos encendidos, las frases de cajón, los insultos sin contexto, las diatribas en gavilla y tal vez sea esa la razón por la que aquí no pasa nada, porque lo que ayer nos une, mañana nos separa. Y viceversa. Como sábanas de motel, cambiamos nuestras rabias día de por medio.
Estamos enfermos, qué duda cabe, pero lo verdaderamente complicado es que nuestros odios no han terminado de crecer y madurar. Pero al paso que vamos, llegará el día, aunque sigamos convencidos que las minúsculas no son capaces de escribir un alarido.