Ser mamá de un político debe ser un oficio difícil. Igual que la de un arbitro de fútbol. Pueden ser unas santas, pero cargan y cargarán de por vida, con la mala fama de lo que hacen sus hijos. O de lo que no hacen.
Y es que tal vez estamos en mora de que la ciencia nos explique el por qué de ciertos enigmas que atormentan a la humanidad: de dónde venimos, probar la existencia de Dios, por qué los uribistas no se ríen ni ven televisión (o si no que lo diga el rating del canal RCN), a dónde van las medias que se pierden en las lavadoras, por qué se desaparecen los alambres para cerrar las bolsas del pan y por qué, alguien en sus cinco sentidos, decide meterse a ser político.
Groucho Marx decía que «la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados». Nicolás Gómez Dávila en uno de sus escolios afirmaba que “el político tal vez no sea capaz de pensar cualquier estupidez, pero siempre es capaz de decirla». Woody Allen cree que «la vocación del político de carrera es hacer de cada solución un problema» y Robert Louis Stevenson afirmaba que “la política es quizá la única profesión para la que no se considera necesaria ninguna preparación». Otros piensan que es el arte de saber traicionar a tiempo y los académicos creen que es la forma ideológica que centra el poder en un grupo de personas que lideran y velan por las garantías de una población. La creación del término se le atribuye a Aristóteles, quien en el siglo V AC, desarrolló una obra con ese nombre. Decía que si gobierna un sólo ser humano y el sistema político es bueno lo llamamos monarquía, si es malo es la tiranía. En el gobierno de unos cuantos, si el gobierno es positivo tenemos la aristocracia, si es negativa, oligarquía. Si tenemos un sistema político donde gobiernan todos y el fin es bueno, tenemos el sistema político de la democracia, si el objetivo es malo tendremos la demagogia.
El político tal vez no sea capaz de pensar cualquier estupidez, pero siempre es capaz de decirla. Nicolás Gómez Dávila
Sin embargo, eso no contesta la pregunta, porque la política no sabe de estratos, no sabe de ideologías, no sabe de razas, ni de profesión, ni de edad, no sabe de nivel de desarrollo de un país. Casi por ley, todos dicen que quieren servir a los demás, que se cansaron de ver el estado de las cosas, que los verdaderos cambios se hacen desde adentro. Es una respuesta, casi una disculpa que alivia el alma cuando se toma la decisión de lanzarse al consejo estudiantil del colegio o de la universidad, a la junta de copropietarios del edificio, a la junta de acción comunal del barrio, a edil de localidad, a concejal de municipio chico o grande, a miembro del Congreso, funcionario de elección popular u optar por las ligas mayores para obtener la Presidencia, que es el camino dorado para obtener el premio mayor: Ser expresidente.
Con contadas excepciones, los políticos de aquí y de cualquier lugar del mundo, se dedican a esa profesión para ser reconocidos, sin importar si es por lo bueno o por lo malo, para poder sacar ventaja, para ayudar a sus amigos, para satisfacer sus intereses, para favorecer a un conocido y por supuesto, en algunos casos, llenarse los bolsillos. Por eso la ideología poco importa. A la política también se llega por herencia, por sucesión, por cansancio, por mareo, por debilidad, por desaliento o por legado. Es una especie de esquizofrenia que afecta la capacidad de una persona para pensar, para sentir o para comportarse de manera lúcida. Una alteración de la personalidad, que induce alucinaciones y pérdida del contacto con la realidad. Como los árbitros de futbol.
Ser expresidente es el premio mayor de la política colombiana
Y mientras tanto, las mamás, sanas, ajenas a todo, tejiendo una carpeta, jugando parqués, recordando a los esposos fallecidos, sufriendo por Elif, con dolores de cadera y tomando leche de almendras. En realidad, ellas casi, casi, han alcanzado la santidad.
Caso aparte merecemos los que no somos políticos, que los ayudamos a elegir…