Para un país como el nuestro que tiene un abogado por cada mil doscientos habitantes, es muy poca la justicia que disfrutamos. Según cifras de la Corporación Excelencia en la Justicia en Colombia hay más de 400 mil tarjetas profesionales de abogado, expedidas para personas que han hecho sus estudios en cerca de 100 facultades que se dedican a impartir formación en Derecho. Aunque hay de todo y muchos se quejan, el salario promedio de un abogado recién egresado en nuestro país es de cerca de US$833 dólares, lo que no es poco frente a lo que ganan otros profesionales.

Si a eso le sumamos que los cálculos indican que en Colombia hay casi seis millones de leyes vigentes no se explicaría nadie el nivel de impunidad, de abuso, de arbitrariedad, de libertinaje, de ilegalidad y de transgresión que vivimos en nuestro país. Esa es tal vez la tragedia que vivimos, la maldición que padecemos, la desdicha que nos mata a cada día, porque la sumatoria de leyes y de agentes de la ley, no nos funciona.

Sin importar la cantidad de abogados y de leyes que tengamos, la verdad verdadera, es que justicia no tenemos.

En Colombia hay más leyes que delitos y no es porque seamos visionarios, ni porque la justicia avance más rápido que la propia realidad. Pasa, porque somos un país lleno de tramposos y de vivos, los reyes de la letra chiquita, los patrones del enredo, donde la palabra ha perdido su valor y necesitamos que todo nos lo firmen y que todo quede escrito. Por eso, hacerse a una notaría es como ganarse el Baloto y la revancha.

Así como una barriga no garantiza una buena nutrición, el que haya muchos abogados no significa que haya más justicia. Y no se trata de hablar mal de ellos, porque como en todo, hay buenos, malos, maletas y remalos, sino de la tristeza infinita de ver como el país se nos deshace entre las manos por la falta de equidad y el temor que eso suscita. En Colombia, nada asusta más que un policía nos pida los papeles o que nos llame un abogado, porque todo termina en amenaza. Acá no hay tal que el que nada debe, nada teme o que todos somos inocentes hasta que se nos pruebe lo contrario. Si usted ve dos abogados reunidos, corra, corra, así sea en sentido figurado.

Estamos llenos de abogados pantalleros, de divos de baranda.

Capítulo aparte merecen los abogados pantalleros, porque tal vez nuestro país terminó de joderse cuando los juristas se volvieron más populares que las leyes. Van a cocteles, viajan en avión propio, los entrevistan cada día, tienen redes sociales, jefes de prensa y columnas de opinión. Cada pleito se convierte en un tropel mediático, como en las viejas peleas de Frazier contra Alí. Se insultan de día y fuman puros y juegan póker entre ellos, en las noches. Visten elegantes y ya no toman tinto en los cafés. Desde los tiempos de Jorge Eliecer Gaitán, manipulan a la prensa, con argumentos y detalles, tesis y minucias, teorías y poquedades que lo que único que buscan es la siembra diaria de dudas y misterios. Hoy se dan en la jeta por un cliente y mañana se dividen la defensa de alguien importante atrapado en malos pasos. Son una especie de divos de baranda, estrellas del código, deidades de juzgados, a los que pareciera que les importa poco el concepto de justicia y entonces parece cobrar sentido el hecho que el Ley ya no existe porque lo compró el Éxito.