Hay quienes dicen que es la suerte, algunos más que es el destino. Quienes creemos en alguien superior, juramos que es Dios. Suerte, Dios o destino, el caso es que hay personas  condenadas a encontrarse en esta vida. Como  decía Cortázar en su Rayuela “… andábamos sin buscarnos, sabiendo que andábamos para encontrarnos”. Así es el amor inevitable.

Claramente no son esos amores tontos y fugaces, ni siquiera  esos amores eternos que duran  poco o sempiternos que se matan cada día a cucharadas de aburrimiento y de bostezos o incluso los buenos y tranquilos que te hacen llevadera la existencia. Son más bien esos amores ineludibles, ineluctables, inexcusables, irrevocables, que a cada quien  nos corresponden. Como una huella digital, como la leyenda del hilo rojo, cada cual tiene el suyo.  El problema está en saber reconocerlos, porque es como rozarse con Dios y hacerle el feo.

Muchas veces  nos estallan en la cara y nos revuelcan porque aparecen como un rayo que te estaca y te aniquila. Cuando llegan, toca apostarlo todo, darse por completo, dejar afuera las mañas y llenarse más bien de ganas, matar los miedos y tirarlos por la ventana para que se los coman los perros callejeros, espantar los fantasmas, aceptar y recibir el amor como lo que es: la oportunidad, tal vez la última, tal vez la única,  de ser felices por lo que resta de vida. Son esos amores complicados, amores en voz alta con los que uno  escasamente atina a seguir con vida. Te exprimen, pero te renuevan porque son ellos tu mayor fuente de energía. La turbulencia se siente de inmediato porque son dos voluntades que se encuentran y se sacan chispas apenas se ven.

“Hoy es siempre todavía, toda la vida es ahora y ahora es el momento de cumplir las promesas que nos hicimos, porque ayer no lo hicimos, porque mañana es tarde”

Antonio Machado

Acomodarse es muy difícil porque suelen ser poco tranquilos. Como los huracanes, no hay quien pare esa fuerza desatada. Algunos duran poco, algunos duran mucho, son simplemente inmortales mientras duran. Cuando están vivos, los amores inevitables, son piezas únicas que  se renuevan cada día, se creen, se crean, se construyen, se levantan y se vuelven a caer, porque su magia precisamente está en saber que nada está seguro. Los amores inevitables podrán ser difíciles, pero nunca son rogados, precisamente porque son libres y espontáneos. Tienen fecha de caducidad, son perecederos, hay que   construirlos constantemente,  rehacerlos cada día, ya que el amor inevitable es una decisión y no una circunstancia. Por eso, no importa que desfallezcan, porque su magia está en que son como una oruga que termina convertida en mariposa. Esa es la razón por la que  se cuidan y por eso se les saca el brillo cada instante.

Los amores inevitables no solamente se dejan querer. No saben de miedos, no saben de orgullos, no saben de egos, no saben de arrogancia, ni mucho menos de desgano. No saben de control ni de propiedad privada. Tienen que ver también con la amistad, con la complicidad, con el deseo, con el juego, con la risa. Son rocío de madrugada, sofoco de mediodía y frío de medianoche. Son francos y sinceros y su fundamento es la decisión de aceptar al otro como es y no como queremos que ellos  sean. Son humildes y generosos, comprensivos, tolerantes, abiertos y flexibles. Además, y por encima de todo, son amores correspondidos, igualitarios, equivalentes, recíprocos,  francos y sinceros. No se hacen de rogar, se perdonan, se caen y se vuelven a parar, se reciben como una bendición, se pelean en pareja, se luchan sin descanso y sin culillo, no aceptan las migajas, ni mucho menos el raspado de la olla o porque no haya nada más en la nevera.

«Los amorosos andan como locos porque están solos, solos, solos, entregándose, dándose a cada rato, llorando porque no salvan al amor».

Jaime Sabines

Son únicos. Si los ve pasar o los deja ir, ya nunca volverán.  Cuando el fuego se apaga, por descuido, por orgullo o por decisión de alguno, ya no habrá tiempo de llorar. Si acaban, no queda más remedio que correr mirando solo hacia delante. No se puede voltear porque es caer de cabeza en el infierno. Solamente resta vivir de los recuerdos y darse de cabeza contra las paredes por haber convertido la oportunidad en agua que se escapó entre los dedos.

Por eso, el que duda, pierde. Nuestras calles  están llenas de tristes que siguen pensando en lo que habría pasado si hubiera llegado el perdón  a tiempo, si se hubiera desdicho lo  dicho, si el miedo a volverse a caer no hubiera ganado, si se hubiera  intentado recuperar la risa, si el amor hubiera sido lo único importante.

Los amores inevitables son como la vida, porque tal vez son la vida misma. Solo hay una y no hay reencarnación.

Tal vez Cortázar tenía razón.

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Seré breve

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