Los brasieres doble copa inflan más de lo que una mano puede acariciar. Tal cual pasa en esta campaña presidencial que cansa y atafaga, porque acá lo que ha estado en juego han sido las frases, los jingles, los eslogans, las canas, las alianzas, los debates, cuando en realidad, el problema de fondo está en el valor de la palabra, en la certeza de que lo que dicen es lo que harán y que las promesas serán para cumplirlas.
En realidad poco importan los programas, porque es claro que no existe ningún poder humano que obligue al elegido a consumar lo ofrecido y por eso el grueso de las personas estamos votando más para atajar, que por real convencimiento. A Duque nadie le cree, ni siquiera los que lo siguen y tal vez ellos menos que ninguno, que no hará lo que le diga Uribe, incluido, allanar su retorno triunfal o que no querrá ser primera dama en vez de presidente autónomo, o que no reformará las Cortes o que no hará trizas el acuerdo de paz o que se no le atravesará a la JEP, o que no le ajustará las tuercas a los derechos de las minorías. A Petro, tampoco nadie le cree que no va a imponer su estilo autocrático, sordo y ególatra, que no va a repetir las chambonadas en el modelo económico, que no va a profundizar las grietas en la sociedad. Por eso, lo único que nos queda como país es la fe o la resignación.
El problema no es Duque o Petro. El problema es lo que representan.
Un programa de gobierno es relativamente fácil de elaborar. Basta juntar a cinco o seis gurús de la economía y la infraestructura para que lo elaboren o en caso extremo, acudir al Rincón del Vago, pero eso poco importa, porque lo que se impondrá al final del día son los afanes del poder, lo que marque Trump, las tropelías de Maduro, los afanes de poder de Uribe, o simplemente el nivel de malparidez con que amanezca el que elijamos presidente. Así, lo que prometan, la palabra empeñada, se evaporará con el paso de los días.
Lo peor de todo es que nos hemos acostumbrado, porque además creemos que cuando nos incumplan bastará con poner un tuit o inventarnos un chisme por whatsapp para devolvernos la calma. Gane quien gane no importará mucho ya que al final del día cada uno hará lo que le venga en gana, sin importar lo prometido y nosotros volveremos a lo nuestro: Nairo, James y Maluma.
No importan las promesas porque al final la palabra vale poco.
Y es que el problema no es Duque ni es Petro. Estos tipos son accidentales. Es lo que somos como sociedad donde la palabra no tiene ningún valor. Nos gusta comprometernos con cosas que nunca cumpliremos, tal vez por culiprontos, tal vez por tramposos consumados. Nos movemos al vaivén de lo que pasa y de lo que nos conviene. Prometemos a los hijos juegos y paseos que nunca se dan. Juramos amor eterno en ceremonias admirables y a la menor oportunidad traicionamos sin recato. Ofrecemos puentes donde no hay ríos o triunfos donde no hay trabajo. Ponemos citas que no cumplimos, llegamos siempre tarde, y así se nos va la vida, diciendo sin hacer y sobre todo, sin ponernos colorados. Somos ventajosos, vivos y faltos de palabra.
Tal vez el día que la palabra cuente, que los compromisos sean lo que prime, seremos una sociedad viable, porque pasaremos de la fe a la confianza, sin importar la doble copa.
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