Los japoneses tiene una cultura profunda y sensible de la que  podríamos nutrirnos para ver la vida de otra manera. Tienen palabras bellísimas, que sirven de refugio en medio de esta tormenta que vivimos. Ikigai, es una de ellas, que significa nuestra razón de existir, aquello que da significado a nuestra existencia, algo por lo que merece la pena vivir.

Yo creo ser un experto en felicidad, pero en sentido contrario, no porque sea infeliz, sino porque toda mi vida me la he pasado buscándola. Y es que una cosa es la alegría y otra muy distinta la felicidad, como el amor es diferente  al sexo o como el gol  no es lo mismo que un orgasmo.

Un pesimista es un optimista con buenos datos»

Muchos creen que soy un perfecto pesimista, un tipo que todo lo ve gris, de esos que dice que “ este sol es de pura lluvia”, una especie de solitaria de adolescente que nada lo llena. Yo lo veo diferente, difícil tal vez, pero no pesimista, un tipo simple con la malparidez alborotada, porque  en esa búsqueda de mi  Ikigai, de mi bien supremo, de esa razón para levantarme al día siguiente a pesar de los problemas, intento ser un optimista con buenos datos, con múltiples miradas que me permitan tomar  una decisión acorde con lo que pienso, que no necesariamente es la mejor  opción porque a veces la pregunta termina contraponiendo los principios con la necesidad.

La vida es aprender a dar vuelticas a pesar de no saber bailar, porque las certezas son como el pan francés: duran un día. Todo nace, todo se desarrolla y todo muere. Los comienzos suelen ser dolorosos, llenos de incertidumbre. El crecimiento y el desarrollo hacen parte de la vida y son las cosas que nos pasan y que cada cual asume como quiere o como puede. En esta inmensa torre de Babel, la mayoría, le apuesta todo a la felicidad que suele ser de esos conceptos etéreos, de los que hacemos eco para poder seguir adelante. Es incolora, inodora, invisible, o tal vez tiene infinidad de colores, olores o formas, nunca se sabe. Lo único claro es que al estilo de Moro, la felicidad, ese Ikigai del que hablamos, es una de los utopías que mueve al mundo. Todos los hombres de una manera u otra luchamos por alcanzarlo, algunas veces sin lograrlo.

Ikigai es una utopía que no se cumple, pero que nos mueve a cada día»

En mi caso, lo más cercano han sido mis hijas, porque aunque crea en muchas cosas, cuando las veo es cuando creo verdaderamente en Dios. Sin embargo, el que hayan sido, sean y serán el motor que mueve mi vida, no son mi misma vida, porque tienen vuelo y sueños propios y tienen el derecho y el deber de equivocarse y levantarse por sus propios medios y yo, sólo soy un tipo con suerte que ha tomado malas y buenas decisiones. Alcanzar el Ikigai es casi como alcanzar el  nirvana, ese estado de liberación del sufrimiento del que hablan los budistas. Esa  búsqueda necesariamente requiere mirarse para adentro, que no es lo mismo que hacerse una colonoscopia.

Para muchos, que como yo no tienen un plan, sino tan sólo la esperanza de encontrar nuestro Ikigai, nuestro bien supremo, nos debatimos en el riesgo diario de intentar parecernos a lo que soñamos cada noche, de seguir adelante a pesar de que se nos vean las costuras, porque el problema no son los rotos sino la calidad de los remiendos y porque al fin y al cabo, todos estamos en obra negra y no es que la vida sea larga, sino que a veces se nos hace eterna.

 

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