La mitad de los problemas colombianos surgen de nuestra tendencia a la lambonería y al sobachaquetismo. Nuestra personalidad bipolar, que se mueve entre el arribismo y la arrodillada, hace que seamos duros con los que consideramos seres inferiores y genuflexos chupamedias con aquellos que creemos están por encima de nosotros en la escala social o laboral.

Cuando se trata de adular a un superior, los colombianos lo hacemos sin medida porque elevamos a la categoría de mesías a cualquiera que hable duro, que tenga dinero o que tenga poder. Si tiene las tres, nos hacemos inmolar por su causa, así no tengamos claro, ni cómo, ni por qué.

El problema colombiano no es la corrupción. Es la lambonería.

Y es que así como somos de fantoches  y creídos, somos de regalados y lamesuelas, y eso, en un país dividido como el nuestro, donde no nos ponemos de acuerdo ni para una fila de pago en el D1, hay que estar alineado con uno de los extremos. Pero una cosa es estar colocado a uno de los lados y otra tener un comportamiento de secta, en el que los disensos y los desacuerdos son impuestos rebajados, es decir, inexistentes.

Recientemente, María Jimena Duzán habló en su columna de la revista Semana del concepto de la banalidad del mal, diseñado por Hannah Arendt en el que básicamente la filosofa defendía la tesis que los nazis no eran malos en esencia, sino juiciosos burócratas predestinados a hacer caso. “No era estupidez, sino una curiosa y auténtica incapacidad para pensar”. Ella lo usó para referirse al caso Santrich, pero en el caso Andrés Felipe Arias funciona exactamente igual.

Acá no hay partidarios, sino seguidores de secta

Que muchos lo consideren un émulo de Mandela o de Einstein, no pasa de ser un chiste flojo, con un agravante: es que quienes lo repiten, así lo creen. Otros dicen que es injusto que un tipo tan inteligente con un coeficiente superior, vaya a pagar cárcel porque él nunca se robó un peso, cuando en realidad  a Arias no lo acusan de ladrón sino de indelicado, algo que está probado porque a los mismos que les dio en Agro Ingreso Seguro, le financiaron su campaña, lo que de por sí, deja un mal sabor. Es más, su inteligencia no resulta ser un atenuante, sino un agravante, porque cualquier persona con dos dedos de frente sabría que una actuación de ese tamaño, por lo menos tendría mala presentación.

Sin embargo, a Arias le pasó lo que a muchos de los que se sitúan en los extremos. Se negó a ver mas allá de las narices de su jefe, se creyó el cuento de ser el elegido y en un arrebato de bobada, no midió las consecuencias. “No era estupidez, sino una curiosa y auténtica incapacidad para pensar”, un burócrata de secta que al paso que vamos saldrá libre en pocos meses con una aureola de santo y de candidato a gobernarnos. Como Mandela.

Que el gobierno, empujado por el Centro Democrático,  no le dé ni pena darle tratamiento VIP a Arias, terminará generando un estado de opinión que tanto gusta a un número significativo de ciudadanos. Pero eso es relativo. Como Einstein.

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