Soy de esa generación que sabe y tiene claro que nada será igual, pero todo estará bien, una generación que prefiere ser de bordes y no de extremos, una generación que sabe que la nostalgia no es lo mismo que la melancolía, una generación que entra en crisis cuando recuerda más que lo que sueña.
En Colombia, los llamados adultos contemporáneos, que es una de las formas bonitas para llamar a los que estamos en la franja entre 45 y 60 años, representamos cerca del 19 por ciento de la población, una cifra nada despreciable. Con las tasas de natalidad colombianas, pronto seremos mayoría.
Sin embargo, en nuestro país, somos una especie transparente, casi etérea. Para el mercado laboral no existimos y cuando existimos nos convertimos en una carga. La avalancha millennial y centennial nos ha invisibilizado, no por voluntad propia, ni porque ellos quieran, sino porque existe la absurda tendencia a pensar que la experiencia es desechable.
La ventaja de envejecer es que uno entiende menos y se le olvida un poco más.
A pesar de estar en una etapa de plena productividad, ni la publicidad, ni el comercio, ni las empresas, nos ven como sujetos atractivos, sin saber lo que se están perdiendo.
Pertenecemos a lo que los sociólogos han llamado la “ generación perdida”, porque terminamos siendo como esas porcelanas que regalan las mamás, que nadie se atreve a botar, pero tampoco, nadie sabe dónde poner. Sin embargo, no necesitamos que nadie nos ponga en ningún lado, porque sabemos que tenemos nuestro propio espacio y estamos dispuestos a ocuparlo. Estamos mamados del rechazo laboral por nuestra edad, de las reestructuraciones internas de las empresas, de los “ nosotros lo llamamos”, de la súplica vergonzante que se escurre en los perfiles de Linkedin, de ser esos eternos consultores o coaches de cualquier cosa, de tener que rehacernos cada día para encajar en algún sitio, porque se nos podrán caer las tetas o los párpados, pero no la dignidad.
Y claro que nos duele por aquí o por allá, que aún nos morimos de culillo por cosas tontas, que somos más llorones, que algunas veces hacemos el ridículo bailando reguetón, que olvidamos más y entendemos menos, que el fútbol lo hemos cambiado por las ciclovías. ¿Y qué?
Todos tenemos el deber de equivocarnos por nuestros propios medios.
Los vintagenarios, los maduroscopios, los androgenarios, los viejennials o los atardescentes tenemos claro que el problema no son los insomnios sino la falta de sueños, que juntar valor no es lo mismo que acumular riqueza y que reinventarse no es más que reencontrarse. Somos una comunidad económicamente activa, sexualmente actualizada y emocionalmente apta. Tenemos intereses definidos, estamos casados o separados, abiertos a nuevas posibilidades. Nuestros hijos ya están lejos del nido, estamos interesados por nuevas formas de ver la vida, tenemos actitudes positivas, ecologistas, nos gusta la vida sana, somos espirituales, y nos encanta el arte y la actividades de tipo social.
Esta edad es ideal para cualquier emprendimiento, pero no como la última salida, sino porque tenemos la experiencia y la fuerza necesaria para hacerlo y porque, en la mayoría de los casos, sabemos qué queremos. Estamos curtidos y hemos probado la amargura del fracaso y sabemos de sus propiedades curativas. Tenemos clara nuestra sexualidad, sabemos cositas, no necesitamos demostrarle nada a nadie y nuestra mayor pena es tener las medias rotas. Sabemos pedir, sabemos escuchar, sabemos tocar.
Sépanlo: Estamos vivos y lo sabemos…