Qué duda cabe de que somos un montón de solos dejándose encontrar. Y es que eso que llaman libre albedrío es la posibilidad, o la desgracia, que tenemos las personas de ser un oasis en nuestro propio desierto. Por más acompañados que estemos, por más vínculos que hayamos desarrollado, por más que nos quieran, al final de los días, nuestros miedos, nuestros sueños, nuestros dolores, nuestras esperanzas y todas nuestras decisiones son el resultado de lo que somos y por eso el éxito o el fracaso, la tristeza o la alegría, la risa o el llanto, lo sencillo o lo complejo, terminan siendo cuestión de perspectiva.

Juzgamos con facilidad pasmosa lo que hacen los demás, porque siempre resulta más fácil echar un vistazo al lado, buscar culpables, encontrar un responsable de todo aquello que nos pasa. Y eso, tristemente nos mantiene a flote porque nos protege de mirarnos a la cara y asumir nuestra propia existencia. Sin embargo, tarde o temprano, a todos nos llega el turno y como polvo de adolescente, pocas veces  uno suele estar preparado. A algunos les va bien, a otros le va mal, unos salen incluso más fuertes y otros revolcados.

Somos un montón de solos, dejándose encontrar»

Me sucedió hace poco: Suelo ser de esos tipos difíciles, pero no imposibles. Mi malparidez pocos la entienden y por eso es fácil creer que soy un pesimista, un negativo, un sospechoso, un aburrido, una molestia, un triste, casi, casi, un dolor de muelas. Lo que antes  fueron problemas por goteo, me llegaron todos juntos, en forma de un reguero de truenos. Sin importar lo bien que hubiera intentado hacerlo o mis buenas intenciones, me volví a quebrar, me volví a separar, me volví a perder, alejado de todo y de  todos, encerrado en mi misma mismidad. Solo y lleno de deudas. Lo malo (o lo bueno) es que se me acabaron los culpables y ya no tuve a quién echarle encima la responsabilidad de lo que me pasaba y no tuve más remedio que enfrentarme conmigo cara a cara.

Nunca me la diagnosticaron porque nunca fui al médico, pero estoy seguro que así se siente la depresión, que en mi caso se traducía en el deseo incontenible de no hacer nada, de llorar en solitario, de gritar sin que nadie me escuchara, de noches y noches de insomnio, de comer mal y poco, y sobre todo, de ese esfuerzo inmenso y desgarrador de ponerle buena cara a los demás, para evitar los discursos positivos, las fórmulas mágicas y los regaños amorosos para salir de mi letargo.

El esfuerzo por ponerle una cara positiva a los demás, se me volvió una carga difícil de llevar»

Hablar conmigo mismo todo el día se volvió un infierno porque no lograba encontrar respuestas a las preguntas que me hacía. Lo más difícil de todo era que nadie parecía darse cuenta que mi silencio era un grito. Mis hijas sabían que algo pasaba, pero yo intentaba mantenerlas alejadas de mis líos, que para ellas se traducían en las angustias monetarias diarias y en los proyectos sin respuesta que pasaba. A mis pocos amigos y a mis hermanos les contaba de a poquitos para no aburrirlos o por física pena. Dios tampoco era una opción, porque en medio de mi tristeza infinita, lo dejé de lado.

Hoy suena un poco injusto decirlo, incluso desagradecido, pero afuera la vida seguía su curso, a pesar de que en mis conversaciones o en mis  redes sociales, lo decía de diversas formas. Paradójicamente, tuve una etapa muy productiva. Terminé un proyecto editorial para el que me habían contratado, le di forma a mi nuevo libro que tenía en remojo hace algún tiempo, trabajé a diario en mi proyecto Atardescentes, exploré formas nuevas como podcats y videoblogs. Necesitaba estar ocupado, para espantar la inmensa tristeza que sentía.

La idea de morirme cobró fuerza y muchas veces pedí no amanecer al otro día»

Sin embargo, nada me llenaba y empezó a rondar por mi cabeza la idea de que no había salida alguna y de que morirme podía ser, de alguna manera, una luz al final del túnel. Ya no quise vivir más . Entré en una especie de piloto automático donde me levantaba muy temprano, escribía mucho, escuchaba La W, veía una que otra serie y me acostaba antes de las ocho. Lo único que rompía mi monotonía y me alegraba, era la llamada de mis hijas.

Pedí muchas veces no amanecer al otro día, pero esta vez, tampoco, mis ruegos  fueron escuchados. Pensé entonces que yo debía ayudarle a mi destino. Descarté cualquier cosa violenta, pero intenté afinar los detalles, mirando aquí y allá. Supe como, porque en realidad no es muy difícil. Lo único que me detuvo, fue pensar en el dolor que le causaría a mis hijas, que siempre han sido mi mejor motivo. Los demás se acostumbrarían a mi ausencia o incluso, ni lo notarían. Llorando, le di mil vueltas a una carta en la que intentaba explicarles mis razones, donde les pedía perdón, donde les rogaba que siguieran adelante y tres o cuatro instrucciones acerca de mis deudas. Nunca la envié.

Hablar de esto me causa dolor, pero también me libera de mis propios demonios. No  creo que tenga que ocultarlo, ni tampoco siento que deba pedir perdón. Tan solo me pasó, como sé que le pasa a mucha gente. Tal vez a nuestro alrededor hay gente mandando señales, pidiendo ayuda a gritos y en silencio y no los vemos. Muchos avanzan más allá de la idea y otros, como yo, tienen más suerte y alcanzan a agarrarse con las uñas de algún motivo o de alguna insípida esperanza.

Hoy las cosas han cambiado. O tal vez lo que cambió fue mi mirada. No pasó nada fuera de lo común, ni me habló una luz, ni me gané la lotería, ni mis deudas se extinguieron, ni el amor volvió para quedarse. Pero esas ganas de morir se me  han ido quitando de a poquitos. Las cosas han ido tomando su lugar. A trancazos y a tropezones, que también son formas de ordenar. Mis hijas, mi familia, mis amigos siguen ahí, porque en realidad nunca se fueron. Sigo escribiendo porque es lo que me gusta, sigo soñando porque es lo que me mueve, sigo llorando porque es lo que me sana, sigo procesando mi tusa porque no queda más opción, sigo hablando solo porque es lo que me toca, me río de a poquitos porque es lo que me salva, he pedido perdón y he soltado cada una de mis rabias, porque es lo que me alivia.

Tal vez haya sido Dios, tal vez un milagro o tal vez mi libre albedrío, o todo junto, pero esa carta se quedó guardada para siempre.

 

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