Hay veces que la vida nos pide a gritos hacernos cargo de lo que nos toca, dejar atrás esa actitud infantil de estar esperando lo que nunca llegará, porque al fin y al cabo cada quien tiene sus propios problemas que resolver.
De alguna manera, los que hemos estado en las horas bajas y hemos gritado en busca de auxilio, nos vamos acostumbrando a que sean los otros los que resuelvan nuestras vainas.
Hay veces que la vida nos pide a gritos hacernos cargo de lo que nos toca.
Adoptamos una actitud de limosneros y vivimos con el brazo extendido. Nos encanta ‘pobretearnos’, sin saber, ni entender, ni mucho menos asumir, que la solución a la mayoría de los males está enfrente del espejo.
No se trata de aislarnos ni de creernos inmortales, sino de asumir la parte que nos corresponde, algo que ni siquiera tiene ser con alegría como ofrecen los coaching de la felicidad, sino con una pizca de paciencia y valentía, de decencia y verraquera, de sensatez y de amor propio.
Nadie nos garantiza el resultado, porque el que lo hagamos nosotros mismos no certifica que lo hagamos bien, pero al final del día, si la llegamos a embarrar, serán nuestros propios errores y no los de los otros.
Llega el momento de dejar atrás nuestra visión de limosneros, esperando que los demás resuelvan nuestras cosas.
Tal vez llegó el momento de aceptar que se nos acabaron las disculpas y los culpables, que somos responsables de nosotros mismos, de asumir que hemos crecido a punta de los golpes que nos hemos dado, de la mierda que nos hemos comido- la propia y la de otros- que nuestra única obligación es con lo que somos y con lo queremos ser, porque la vida, ya sea en tecnicolor o en blanco y negro, es la que tenemos. No hay más, a no ser que la cambiemos.
Hacernos cargo es aceptar nuestras caídas, pero no quedarnos a vivir en ellas en medio de la soledad y la tristeza. Ya está bien de lloriqueos y lamentos. Los que nos quieren y los que no, están mamados de escucharnos nuestra ‘lora’ y nuestros gimoteos. No nos aguantan una queja más y no porque no les importe, sino tal vez por todo lo contrario, porque no quieren ver nuestra propia destrucción.
No queda más que llenar de aire nuestro botecito inflable, tirarlo al río de aguas turbulentas para navegar hasta la orilla que queramos. Hasta la orilla que podamos.
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