Los miedos son una especie de huella digital, como la nariz de un gato. Cada cual tiene los suyos, que lo diferencian de todos los demás. Juzgar el miedo de los otros es como criticar un pequeño lunar en medio de los dedos de los pies. Es tan personal, tan nuestro, tan único y tan íntimo que nadie tiene derecho a imponerlos, a decir a qué debemos temer, cuál está bien o cuál está mal, ni mucho menos, volverlos objetos de la burla. Como en almuerzo de familia, lo mejor es cada uno concentrado en su platico.

En razón de los miedos, muchos hombres somos medios, porque algo va de los miedos controlables, esos que nos aprietan el estomago, que nos hacen sudar frío o sonrojarnos de la pena, al pánico absoluto, a la paranoia descontrolada que nos inmoviliza y nos impide el desarrollo normal de nuestra actividad cotidiana, porque el miedo es primo hermano del ‘culillo’, la duda, la desconfianza, la inseguridad y la indecisión.

Juzgar el miedo de los otros es como criticar un pequeño lunar en medio de los dedos de los pies.

Todos tenemos miedo. De no poder, de no saber, de no entender, de no controlar, de no decir, de no tener, de no alcanzar. O de todo lo contrario. De poder, de saber, de entender, de controlar, de  decir, de tener, de alcanzar. Lo curioso, es que en cualquier caso, actuamos en contrario. Por eso, algunas veces nos llaman héroes y otras, nos tildan de cobardes.

Muchos añoramos el tiempo cuando el único miedo era ir al colegio, un día después de habernos peluqueado, pero es que no hay miedos infundados. Tal vez miedos no entendidos porque todos son reales. En condiciones normales, los vamos aprendiendo y se van tornando más complejos con la edad, pero lo único cierto, es que no necesitamos que nadie nos los prescriba ni lo cree. Del miedo solo sabe el que lo siente, por lo que los demás no somos más que espectadores de ocasión, opinadores insolentes, muchedumbres atrevidas, que creemos tener el baremo para juzgar qué miedos son los aceptables y cuáles no lo son.

Muchos añoramos el tiempo cuando el único miedo era ir al colegio, un día después de habernos peluqueado.

Con el miedo el corazón late más rápido, repartiendo adrenalina a través de todo nuestro cuerpo, se nos altera la frecuencia respiratoria, se nos sube la glucosa y hasta se nos trastorna la coagulación. Algunos quedamos mudos, otros gritamos y nos llenamos de histeria porque nuestros juicios y nuestras opiniones provienen más de las entrañas que del poder de la razón, y por eso nos gusta más vociferar, que hacer la pausa para crear un argumento. Hemos hecho de la histeria y la paranoia nuestra mejor explicación y por eso nos fascinan los embrollos y la algarabía, porque en medio del bramido, es fácil camuflarse. Miedo, puro miedo, cuando en realidad lo que nos falta es tiempo para vencer lo que nos paraliza.

Con el paso de los años, los miedos terminan siendo como la materia: no desparecen, se transforman. Cuando el miedo aparece, vienen las plegarias, vienen los reclamos, vienen las nostalgias, vienen las tareas por hacer que nunca hicimos, vienen las congojas y las lisonjas, las lágrimas y, por supuesto, la leche derramada, que en realidad ya nadie llora. Ni los gatos, que se relamen el bigote y se untan la nariz.

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