Creo en Dios todos los días, en el poder inagotable de la risa, en la fuerza misteriosa del silencio, en la capacidad invencible del sólido argumento, en el morir y el nacer de cada día, en la necesidad de llorar para sanar, de dormir para soñar, de hacer para decir.
Me burlo de los otros, en la misma proporción que lo hago de mí mismo, porque creo que la vida es muy corta para gastarla en protocolo y fruslerías. Por eso me maman los fantoches, los presumidos y los peleles, los monigotes que aparentan mientras se ahogan en sus babas. Me aburren los que opinan sin saber y los que juzgan a los otros desde un cómodo sillón. Soy un humilde que se ufana de todo y por eso tengo mañas y artimañas, trucos y engañifas, coartadas y embelecos. Y, sobre todo, memoria, que es la que me ayuda a no caer.
Creo en Dios todos los días, en el poder inagotable de la risa, en la fuerza misteriosa del silencio.
No sé nada de nada, pero entiendo un poquito de mucho. A duras penas sé escribir, pero aprendí a ver, que no es lo mismo, pero se siente igual. Leo poco y lo poco que leo lo aplico muy poco. Deduzco más de lo que veo, critico más de lo que acepto y teorizo más de lo que hago. Soy el rey de los poquitos: un poquito cariñoso, un poquito sensiblero, un poquito paranoico, un poquito difícil, un poquito bondadoso, un poquito olvidadizo, un poquito poquito. Y no lo digo por darme palo, sino porque, incluso, mis opiniones, son la suma de los poquitos de todos los demás.
Tener, no tengo nada, porque tener deudas no es tener y en cuanto a fracasos financieros, soy un caso de éxito. Igual, nunca me ha faltado nada, porque de haber ganado más me lo hubiera gastado en maricadas. Mi concepto de prosperidad es diferente al de todos los demás. Con que mis hijas se acuerden de mí todos los días, me basta y sobra.
Me aburren los que opinan sin saber y los que juzgan a los otros desde un cómodo sillón.
No sé lo que quiero, pero tengo una idea medianamente clara de lo que no quiero. Por mis grietas entra el sol que me calienta. Lucho contra mí misma mismidad todos los días y, a pesar de eso, soy feliz. Quiero tener la paz infinita de un budista, pero tengo la rabia incontenida del católico promedio que pide y pide sin dar nada. Mis días son un mar embravecido, sin tregua, con olas que me mueven y me revuelcan sin cesar. Pese a todo, sigo en pie, buscando la tenue luz de un faro viejo y olvidado que me dé un poco de sosiego.
Por eso, no tengo claro si me estoy volviendo loco o simplemente soy un palíndromo, una capicúa maltrecha buscando leerse de derecha a izquierda. O viceversa.
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