El mundo se divide entre los ilesos, los remendados y los rotos. Los primeros, en realidad, suelen ser pocos y andan por la vida alumbrando todos los rincones con la luz que se desprende de su alma serena y despejada. Sus grietas terminan siendo claraboyas y sus fisuras, respiraderos. Son tal calmos que hasta las ovejas los cuentan en sus sueños y transmiten tanta paz que nadie los cree terrenales. Son casi, casi fluorescentes y el que se acerca, encandila y enceguece. Los problemas les pasan por los lados o terminan siendo apenas circunstancias. Al estilo de San Francisco de Asís, viven con poco y lo poco que necesitan, lo necesitan muy poco. No mueren, son perennes, porque son una utopía.
Los ilesos van por la vida iluminando todos los rincones».
Los remendados, por su parte, se rehacen y forman costra para no deshilacharse nuevamente. Han sido tocados, revolcados, manoseados, derrotados y achicados. Son ingenuos, pero no guevones, por lo que también han dado guerra. Si se rompen se remiendan y si se caen, se limpian los mocos y se vuelven a parar. Se zurcen sin anestesia, sin hacer punto de cruz. Su cosen con agujas de las gruesas y por eso tienen un millón de cicatrices, queloides, que terminan siendo recuerdos de las guerras que perdieron. A pesar de los desánimos, no tiran la toalla, porque saben que a la larga tendrán que levantarse a recogerla. Entienden que la poesía no alcanza cuando lo que se necesita son estrellas y que el dolor debe disfrutarse en soledad, porque siempre habrá alguien que les diga que a él le duele más. Para los remendados, la vida es esa eterna batalla entre la ilusión y la esperanza, entre la alucinación y el delirio, entre el espejismo y la entelequia y, por eso, deducen que están en obra negra, que son seres fraccionados buscando el pedacito que les falta. Y al final, lo encuentran.
Los rotos, en cambio, se pasan la vida intentando llenar sus vacíos con personas, con sucesos, con cosas o con miedos. Están desgarrados, así no lo sepan o lo olviden al intentar ponerle cara al nuevo día. Les gusta hacerse invisibles para que no los joda nadie, para que ninguno les señale el camino o les dicte normas, modelos o códigos morales.
Para los rotos siempre hay alguien, siempre hay algo y cuando no es poco, resulta ser bastante».
Son un poco solitarios, ermitaños, siempre terminan pidiendo a domicilio. Saben que roto no es vacío pero cuando dos se juntan, son la forma perfecta de la nada. Para ellos, siempre hay alguien, siempre hay algo y cuando no es poco, resulta ser bastante. Nada es suficiente, pero lo poco resulta ser mucho. No son casos perdidos, si al caso, seres extraviados de los caminos que todo el mundo toma, expertos en trochas y caminos de herradura, a los que se enfrentan sin botas pantaneras, sin machetes ni linternas, sin agua y con apenas un pedazo de panela en los bolsillos.
Así van por la vida, esperando que la yuca salga buena, porque no es que sean seres tristes, sino que su felicidad suele ser un poco extraña.
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