La base del capitalismo es la divergencia, la desigualdad y la diferencia. Todos somos iguales, es decir, distintos.
En la teoría, es un sistema de oportunidades donde todos podemos crecer según nuestro esfuerzo y nuestro trabajo. A través del manejo que los gobiernos le dan a los impuestos y a los activos de propiedad de todos (como las empresas del estado y los recursos naturales) el estado nos ofrece -debería ofrecer- los mínimos obvios de eso que llaman prosperidad como la educación, la salud, la justicia, los servicios públicos o las vías. Además, regula -debería regular- esas posibilidades para que todos tengamos acceso a ese sistema de oportunidades. Se soporta -se debería soportar- en dos pilares: la democracia y el libre mercado, adobados con otras cosas como el libre desarrollo de la personalidad, la libertad de expresión y de culto. En resumen, lo que busca- debería buscar- es que todos seamos, sin joder a nadie. Eso, en el papel. Como con la religión y los lunares, en países como el nuestro, este es el sistema que hemos heredado y en el que hemos vivido. En principio suena bien. Como la religión y los lunares.
El capitalismo se soporta -se debería soportar- en dos pilares: la democracia y el libre mercado.
Sin embargo, la cosa se pervierte cuando el estado es débil, los gobiernos son ineptos y los individuos se llenan de codicia y ambición. En Colombia, si no es salvaje, no es capitalismo y por eso, nos sobran los políticos ladrones, los ciudadanos indolentes, los mesías de vereda, los curas pervertidos y los líderes sin peso. Nuestro primer producto de exportación es el odio, seguido de la envidia. Nos excede el afán por escalar, por ser lo que no somos, por hablar más de lo que hacemos. Somos arribistas, resentidos, banales, perezosos, avivatos, superfluos, individualistas, criticones, tapados y celosos.
Nuestro primer producto de exportación es el odio, seguido de la envidia.
Pensamos que la solución está en los otros, así como las culpas. Nos gustan las arengas, los memes, las burlas, el matoneo y la indolencia. Somos pesimistas porque creemos que ya tocamos fondo, pero también somos ingenuos, porque soñamos con un país distinto, sin que hagamos nada para merecerlo, solamente porque Dios lo quiere así o porque pronto llegará alguien que nos salve. En resumen y parafraseando a Benedetti, (Mario, no Armandito) “estamos jodidos y radiantes, quizá más lo primero, que lo segundo y también viceversa”.
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