Napoleón, Bolívar, Emiliano Zapata, Pancho Villa, Hitler, Mussolini, Gandhi, Mao, Fidel, Chávez, Gaitán, Galán, Uribe, Petro. Los nombres cambian, pero la historia es la misma: a ningún caudillo, en ningún tiempo, ni en ningún lugar, le interesa dejar un sucesor. Le importa, eso sí, tener un grupo de personas, una manada, una recua que haga caso sin preguntas, que perpetúe sus ideas y, sobre todo, su figura. Y eso no es ni bueno, ni malo. Es un hecho.
Por eso, la historia se nutre de sus obras, porque el caudillo transforma, empuja el cambio, marca el camino. Al fin y al cabo, la palabra viene del latín capitellium, que significa cabeza. Sin embargo, un caudillo no necesariamente es un líder, aunque tenga gente que lo siga. Como dirían Peláez y De Francisco, “no es un goleador, aunque hace goles”.
A ningún caudillo, en ningún tiempo, ni en ningún lugar, le interesa dejar un sucesor.
No hay que llamarse a engaños. Un caudillo arranca su carrera como un pisapasito, casi en minúscula, en voz baja, sin ruidos, tal vez por estrategia o tal vez porque ni siquiera él mismo se lo cree. Con el tiempo, se crece, porque no es un invento ni una ficción. Por el contrario, es un ser de carne y hueso con ínfulas de deidad omnipotente. Y es que un caudillo no admite discusión, no acepta las protestas, no concede interrupción, no reconoce pelotera. Es lo que él diga. Y punto. Por eso, como los panaderos, los caudillos necesitan de una masa moldeable, flexible, maleable, sugestionable y dúctil, porque de alguna manera necesita ser un dictador.
A un caudillo no le preocupa la sucesión, por lo que sofoca cualquier intento de estrellas en potencia.
Es tacaño en el elogio y no le gustan los liderazgos compartidos. Posa de demócrata, de librepensador, de liberal y de bacán. Mentira. Un caudillo es un tirano, un autócrata, un amo, un ególatra en esencia. Piensa y cree firmemente que es el enviado de Dios, cuando no, Dios mismo. Por eso, ningún caudillo es capaz de aceptar algún error. Es firme, recio, carismático, inteligente, coherente, claro, inflexible, terco, un poco visionario y la gran mayoría de las veces no conoce la risa. No se deja ver los rotos y ahí radica, gran parte de su éxito. Ama que lo quieran y que se inmolen en su nombre. Tiene mucho de diva y de estrella. Se hace esperar, le gusta que lo mimen, que lo halaguen, que lo pechichen y en especial, que no lo joda nadie.
No le preocupa la sucesión, por lo que sofoca cualquier intento de estrellas en potencia. Lo que le interesa es su legado y por encima de cualquier cosa, la idolatría a su figura. Sin embargo, cuando un caudillo muere, no se pierde puñalada entre los que se creen dueños de la herencia, lo que de alguna manera termina siendo la fórmula mágica para que la nostalgia crezca en torno del caudillo que se fue.
Por eso, cada pueblo tiene el caudillo que se merece. Basta con mirar la historia, basta con mirar nuestra propia historia…
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