Que tumben la Ley de Garantías es preocupante, que Duque cometa todo tipo de tropelías es grotesco, pero lo verdaderamente complicado y triste es que acaben con el Palacio del Colesterol.

Para los que vivimos en Bogotá y nos gusta el fútbol, este es un sitio especial. En mi caso, me trae los mejores recuerdos, no por las cantidades de morcilla y papa criolla que haya comido, que en realidad no fueron muchas, ni por el almizcle de orina y agua lluvia que llenaba los rincones, sino por el olor a goles que impregnaba cada esquina.

Siempre he amado el fútbol y mis mejores recuerdos de la infancia son cuando jugaba a ser Pelé. Sin embargo, conocer El Campín fue una emoción a otro nivel. Un micro orgasmo para un niño de apenas diez o doce años.

Para los que vivimos en Bogotá y nos gusta el fútbol, el Palacio del Colesterol es un sitio especial

Ir al estadio fue para mí uno de esos sueños diarios, una aventura que finalmente cumplí de la mano de un cuñado a quien quiero desde entonces. Era domingo y era el clásico. Amaba a Millonarios con un amor infantil, de esos absurdos, sin sentido, pero era tal la magia que ejercían sobre mí Willington y Brand que no me importaba colarme cada fecha y caminar largos trechos de mi casa hasta el estadio.

Pero volvamos a lo importante, porque de fútbol ya hemos hablado suficiente. Cuando el campeonato colombiano era serio, uno sabía que se jugaba los domingos a las 3 y 30 y no esa recocha de hoy en la que cuando se abre la puerta de la nevera le sale un Patriotas contra el Huila. Eran tiempos tranquilos, donde se podía ir al estadio con la gorra del equipo que a uno le gustaba, sin correr el riesgo de ganarse una puñalada. La gente llegaba temprano. Es en ese ambiente de camaradería que se puede dimensionar la importancia del Palacio del Colesterol. En medio de las porciones generosas de morcilla y papa criolla, de Costeña y de Bavaria, de refajo y ají caserito bien picante, los hinchas enruanados hablaban de fútbol y la vida, de las mozas y los hijos, de Yo y Tú y de Cantinflas, de los huecos y los gamines, y del frío tan verraco que hacía en Bogotá. La verdad verdadera es que con mi cuñado pocas veces pudimos ir a llenarnos de fritanga, porque la plata no era mucha. En resumen, comíamos poco pero mirábamos mucho y puedo decir que esos olores se grabaron para siempre en mi memoria.

El Palacio del Colesterol no será el Palacio de Buckingham, pero también tiene su historia. Fue inaugurado en 1962 durante la alcaldía de Jorge Gaitán Cortés, nombrado para ese cargo por Alberto Lleras Camargo. Arquitecto como era, Gaitán Cortés decidió modernizar las ventas de fritanga informales que existían en cercanías de El Campín. En principio se adjudicaron 40 locales a igual número de familias, que como muchas cosas que pasan en Colombia se transfirieron de generación en generación. Desde entonces, el Palacio del Colesterol se convirtió en una especie de ícono bogotano, no de la estatura de Monserrate o Guadalupe, del Colón o las malas alcaldías, pero un referente al fin y al cabo. Hinchas del fútbol de ese entonces- no los de hoy que creen que el fútbol nació con los videojuegos de Messi o de Cristiano- saben de qué hablo.

El Palacio del Colesterol, no será el Palacio de Buckingham, pero también tiene su historia.

Todo ha cambiado y las cosas buenas nunca son eternas. Hoy la Alcaldía ha decidido cerrar, tal vez para siempre, el glorioso Palacio del Colesterol. Como una cruel paradoja, será reemplazado por un auditorio para la Orquesta Filarmónica de Bogotá, que es como reemplazar la cerveza por el Red Bull o a Sinatra por Maluma.

El fútbol ya no es lo mismo. A diario y por televisión pasan montones de juegos anodinos. Los aficionados prefieren el brunch a la morcilla, el Peseg y el Manchester a Millos. Yo sigo pensando que el chicharrón es fibra y la pola es alimento, así mi conteo de triglicéridos diga la contrario…

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