Se puede hablar durante semanas de por qué anoche el Fútbol Club Barcelona eliminó al Paris Saint Germain remontando un 4-0 en contra con un 6-1 que, hasta el minuto 87, era un insuficiente 3-1. Para mí, la hazaña verdadera no está en la remontada en sí, sino en cómo sucedió. El equipo culé logró levantarse, no solamente de la goleada en París, sino que además obtuvo la fuerza para recuperarse en pleno partido y contrarrestar el gol de Edinson Cavani del minuto 62. Esta fuerza de los últimos siete minutos tiene nombre: Neymar Jr.
El brasileño llegó en 2013 para acompañar a Lionel Messi y a Alexis Sánchez en la delantera del Barça. En ese entonces se esperaba del ex jugador del Santos que desajustara a los defensas y fuera un socio más de Messi. Eso era Neymar en ese momento: el extremo izquierdo del equipo catalán. Durante sus primeras tres temporadas fue un niño apasionado por la pelota (muy temperamental cabe decir) capaz de llevarse a varios jugadores con su regate y definir con puntería. Su rol en el equipo era hacer magia.
Pero llegaron en 2016 los Juegos Olímpicos en Rio de Janeiro. Neymar capitaneaba a un joven equipo en deuda con su afición, que no los veía alzar un trofeo en casa desde la Copa América de 1949 ni ganar el Oro olímpico. El extremo se tomó enserio su rol de líder y capitaneo, anímicamente y con su juego, al seleccionado olímpico brasileño. El resultado fue el esperado: Brasil se quedó con el Oro en fútbol masculino y Neymar le dio alegría a su gente.
Esta temporada, desde el primer partido, sucedió algo con él. Su cuota goleadora disminuyó, pero el hincha del fútbol no había visto nunca a este jugador tan solidario y comprometido. Neymar empezó a ayudar en defensa más de lo usual y a armar el juego si era necesario en vez de esperar la resolución de los demás. Cuando Luis Enrique, técnico del Barcelona, decidió cambiar su esquema y ponerlo de medio izquierdo, el brasileño no protestó y demostró estar a la altura en casi todos los encuentros. Los que lo critican por su falta de gol deberían averiguar cuántos tantos del Barça han salido de sus pies.
Eso sí, el niño que hay en él no desapareció. Neymar sigue siendo ese jugador que cree en la fantasía, en el arte y en que todo se puede lograr. Puede ser consecuencia de que, a diferencia de jugadores como Messi, todavía no ha sufrido tantas decepciones (descontando el 7-1 contra Alemania, en el que ni siquiera jugó) y tiene más carrera profesional por delante que por detrás. No siempre ha estado fino en su desempeño, pero nadie puede decir que no le ha metido corazón y sacrificio a cada segundo que ha jugado. Pocos tienen la alegría de Neymar al tocar el balón, correr e inventar golazos.
Esta actitud es la culpable de lo que sucedió anoche. Después del gol de Cavani, el Barcelona se vino abajo. Ni siquiera Rafinha, que se había marcado un inigualable primer tiempo, tenía ánimos para seguir con el partido. Pero Neymar no lo vio de la misma forma que sus compañeros. Siguió cogiendo cada balón como si fuera el último, regateó a cuanto rival pudo y sufrió cada error. Su insistencia y fe dio frutos, pues en el minuto 86 consiguió una falta que convirtió en golazo. Seguido a esto vino un penal. Messi entendió que el número 11 la tenía clara y le dejó cobrar… Neymar lo cambió por gol. Ese fue el empujón que revivió al resto del equipo, que volvió a pelear como antes del gol visitante y luchó por conseguir esa última anotación que confirmaría la hazaña. Llegó entonces un tiro de esquina y luego una falta. Neymar cobró, recuperó un despeje del PSG, tuvo la picardía de niño de amagar el pase para dejar a un rival atrás y mandó una pelota aérea de líder, de crack, para que Sergi Roberto volviera realidad la odisea. Dicen que él apostó con sus compañeros que iba a hacer dos goles y lo consiguió. Ahí está retratado el nuevo Neymar, que no deja de pensar la vida como una fiesta, pero que aprendió a levantar muertos y a manejar la presión como pocos. El Barcelona vive un día más en Champions, sobre todo, gracias al brasileño.