De chiquita, recuerdo maravillarme de las fotos del Amazonas en la copia polvorienta de “El Amazonas: los lugares salvajes del mundo” que teníamos en casa. El pico increíble del tucán, la monstruosidad prehistórica del caimán, y el semblante de la piraña mitológica. También, recuerdo insistirle a mi madre, año tras año, llevarme en mi cumpleaños a la tienda, un poco apestosa, “Rainforest Café” en el centro de Londres.

El asombro infantil se prendió fuego de nuevo mientras volaba sobre la fonda interminable del bosque amazónico (se ve bastante como el brócoli, como señaló mi hermana durante nuestro vuelo).

Llegamos al aeropuerto de Leticia, donde el aire era espeso y había una mezcla de colombianos y viajeros con colas de caballo. Después de recoger nuestras mochilas sin demorar, nos encontramos con nuestro guía, Elvis.

Elvis nos montó de prisa en un taxi y luego a un bote. Habíamos llegado tarde y por lo tanto estábamos perdiendo la luz, además de que nos asediaba una nube opaca.

Nos mojamos durante la hora y media de viaje por el río Amazonas a nuestro alojamiento. Quedé sorprendida cómo el conductor esquivaba sin ningún esfuerzo trozos piezas de madera flotante en la luz que se desvanecía, y de vez en cuando se paraba para desenredar la hélice de las vides submarinas (o quizás anacondas, bromeó Elvis).

Llegamos in media res; el coro de ranas y pájaros estaba en pleno auge. Le aseguré a mi hermana (como somos de una familia aracnofóbica) que en casi todo sería una experiencia libre de arañas. Sin embargo, después de dar sólo unos pasos en el muelle pequeño, un anciano sentado en una silla empujó una escoba hacia mi cara, al final de la cual estaba una tarántula que levantó una pierna como si dijera «¿Cómo te va?». El grito que le siguió fue suficiente para silenciar a todas las ranas amorosas.

Este bautismo de fuego me preparó para el paseo nocturno por la selva que dimos más tarde, durante el cual mi linterna iluminó incidentalmente a una familia de tarántulas yéndose a la piltra. Elvis tenía un conocimiento asombroso de todos los insectos, y de las plantas húmedas en las que se posaron. Los favoritos incluyeron la oruga rolliza y el árbol cuya corteza estaba cubierta de cardos pocos amistosos (él utilizó términos mucho más técnicos).

El día siguiente, nos levantamos a las 5 de la madrugada para despeñar una observación de aves. La noche anterior tan lluviosa significaba que no quedaban muchos, pero divisamos un halcón impactante y presenciamos unos loros charlando en una palmera.

Luego caminamos por la selva pegajosa para conocer a una mujer, Rita. Rita trabajaba en el cercano santuario de los monos, y a pesar de ser una pequeña mujer de unos sesenta años, sin ayuda de nadie, remó a través de la selva inundada al santuario.

Dado que el compañero más leal de toda mi infancia fue un mono embalsamado, llamado Mono, consideré este santuario una especie de meca. Empecé a charlar con el hombre amable que dirige el santuario, quien me explicó que funciona como una casa de medio camino para los monos que habían sido mantenidos como mascotas ilegales. En la mitad de la conversación, un capuchino confiado llamado Camilo se lanzó sobre mi hombro. Su abrazo se convirtió en un atraco amistoso, empezó a husmear en mis bolsillos y probó suerte con el cierre de cremallera de mi bolsa.

Después Elvis nos dirigió por la comunidad indígena Macuna. Me sentí un poco incómoda por esto, miedosa de estar perpetuando la tendencia del “safari humano” que tiene lugar en muchas partes del Amazonas. Pero Elvis me aseguró que la comunidad da la bienvenida al turismo cuando se hace así; un grupo de tamaño personal con un guía que la gente conoce.

En realidad, Elvis no es de la tribu macuna; su padre es de Cajamarca en Perú y su madre provenía de la tribu mayoruna ubicado en el Valle de Javari en Brasil. Ahora vive en Leticia (ubicada apropiadamente en el punto fronterizo entre Colombia, Perú y Brasil) con su familia.

Le pregunté cuál era el mayor problema al que se enfrentan el Amazonas y sus comunidades indígenas. Hizo una pausa, y empezó a contarme de un viaje que hizo hace unos años.

Mientras viajaba a la isla Marajó, en Brasil, presenció el fenómeno común de jóvenes amazónicos brasileños (los caboclinhos) que montan en sus canoas, se acercan a barcos comerciales y con ganchos de hierro se lanzan al barco para vender frutas y productos de la selva. Con dolor, recordó que un niño quien no tenía la práctica de subir al barco, se resbaló y se cayó en la hélice.

“Los niños deben estar en la escuela, deben estar estudiando, aprendiendo, no deben estar trabajando”, me contó. Esta tragedia llevó a Elvis a preguntarse qué tipo de futuro tendrán sus propios hijos, y le motivó a escribir el primero de tres libros, “Los niños de brazos de hierro”, que trata este mismo tema.

Elvis también habló de sus preocupaciones ambientales. No sólo hay las presiones externas al bosque y sus comunidades, también hay problemas dentro. Muchos productos llegan a las Amazonas: bolsas, plástico, embalaje, pero los indígenas faltan la educación sobre el reciclaje. Todas las instrucciones están escritas en castellano, en vez de los idiomas indígenas. El resultado es que hay mucha basura en el río, que Elvis cree que sólo aumentará a menos que la gente se responsabilice de sus propios desechos; “nosotros somos cómplices de lo que está pasando con el planeta” dijo.

Un poco más de media hora pasó mientras nos sentábamos afuera, ambos aplastando zancudos en nuestros brazos. Era difícil imaginar que este paraíso aparentemente prístino fuera el fondo de todos los problemas que había delineado Elvis.

Anochecía, así que de nuevo nos metimos en un pequeño bote, esta vez con el objetivo de captar un destello del delfín rosado del río esquivo.

Al principio me quedé impresionada por la visión de un delfín gris, después de un tiempo el asombro dio paso a una especie de deseo codicioso para localizar un delfín rosado. Elvis estaba convencido de que a los delfines rosados les gustaba la música. Al principio tratamos de atraerlos con Cat Stevens, sin éxito, pero a medio camino de «Trenchtown Rock» vimos un cuerpo grande y musculoso rosado que salió disparado del agua.

Fue increíble. El primero en hacer una aparición dio la confianza de los delfines más tímidos para acercarse, y ya para cuando los Beatles comenzaron a tararear, estábamos prácticamente bailando con los delfines. Más que satisfechos, nos volvimos a través del río vidrioso, que era naranja con la puesta del sol.

La mañana siguiente nos dirigimos a Leticia. Rechacé la opción de una piraña para el desayuno (supongo que no son mitológicos al fin y al cabo). Nos despedimos de Elvis; él me dio una copia de su primer libro para leer y le di una de las nuevas, brillantes, dodecágonas monedas de la libra, que le gustó mucho.

Tengo que decir, si el «Rainforest Café» y Mono eran sustitutos suficientes durante los primeros 20 años de mi vida, no hay nada como lo auténtico. Mientras volábamos sobre las millas de brócoli, noté que cada adulto en el avión estaba mirando hacia abajo con la misma maravilla de ojos abiertos de un niño.

 

(Para aquellos con interés en el Amazonas y la aventura, recomiendo la trilogía escrita por Elvis Cueva Márquez)