La novia usa un vestido blanco con decoraciones verdes. Sus manos y pies están cubiertos con tatuajes de henna y usa una joya decorada con piedras verdes y rojas sobre la frente. Su cabello negro está recogido en la parte posterior de su cabeza y sonríe cuando me habla de sus planes para el futuro. Se llama Fátima y se preocupa por mi comodidad durante la noche de sábado en la que soy una invitada más de su fiesta de matrimonio.

El día es largo. Salimos a las seis de la mañana de Fez en un taxi hacia Ourtzarh, el pequeño pueblo donde hacemos la primera parada. Viajamos seis personas y todas dormimos durante la hora y media de recorrido, a pesar de la velocidad y el poco cuidado con el que maneja el conductor. En este pueblo se lleva a cabo un mercado todos los sábados y a mí me encanta poder caminar en frente de sus diferentes puestos. Ropa de segunda, elementos de aseo e implementos de cocina se ven en las primeras mesas. Frutas, verduras, carne y pescado, estos últimos sin la cadena de refrigeración adecuada, se observan al adentrarse un poco más en las carpas.

Llega la hora de desayunar y me sorprendo al ver que Hanane, la señora con la que voy, se detiene en el puesto de un señor que vende sardinas escondidas entre hielo triturado en canastas plásticas. Pide unas nueve o diez y se las entrega inmediatamente a un señor que tiene una cocina improvisada sobre un mesón de cemento a menos de diez metros. Mientras las traen a la mesa, observo el paisaje. Montañas cafés, señores negociando burros y vacas, cabras y ovejas caminando hacia su destino final y niños cargando bolsas azules que contienen cajas de cartón que luego serán usadas para llevar las compras frías a casa.

Después de un buen rato de caminata y de sorprenderme con diferentes escenas, como la matanza de unos pollos de manera rústica, un señor caminando todo el mercado con un chivo sobre los hombros y una señora empoderada sobre un burro, nos subimos a un taxi más pequeño para subir hasta la vereda donde esperaremos que pase la tarde para arreglarnos y llegar al sitio donde será la boda. En este carro, inicialmente pensado para cinco personas, vamos seis adultos y un niño, todos sudando por estar con el calor de medio día.

Llegamos hasta la parte alta de la montaña y el carro nos deja en la entrada de una vereda. La caminata hacia la casa de Aziza, la prima con quien pasaremos la tarde, no nos toma más de cinco minutos por un camino de tierra y vamos con el rebuzno de los burros como compañía. Aziza me saluda y me empieza a hablar en árabe tan pronto llegamos a casa. Se cubre el cabello con una tela blanca, camina con medias negras y su ropa está un poco sucia con pasto seco. Tiene las palmas de las manos cafés, luego me enteraré que es henna y que también tiene así las plantas de los pies. Mientras ella prepara el almuerzo, Hanane y yo organizamos juiciosas las diferentes bandejas con detalles para la boda.

Son cinco bandejas de papel doradas. La primera, está llena con bolsitas de hoja seca para luego preparar henna. La segunda, con regalos de aseo para la novia. La tercera, con unas pulseras verdes para darle a las invitadas solteras y las últimas dos, con bolsas llenas de dulces para los niños. Terminamos antes de que Aziza nos invite al comedor, que es una mesa en medio de un espacio que también sirve de habitación y sala, según la necesidad y los muebles que se pongan.

Nos sentamos las tres en el suelo, alrededor de la mesa. Hay un plato de lentejas y pan, además de un plato pequeño con ensalada de tomate, pepino y cebolla, todos cortados en cuadritos pequeños. Después de empezar, Aziza trae un plato con cordero sudado y papas a la francesa encima. No vamos ni por la mitad y llega con sandía y uvas verdes. Ninguna tiene plato ni vaso propio. Comemos con las manos y el agua la bebemos de un mismo vaso que rota por la mesa. Cuando se tiene hambre y se ve tanto amor, toda la comida sabe delicioso.

A las seis de la tarde nos empezamos a arreglar. Vestidos, maquillaje y brillos salen del armario para ponernos guapas. Cada una a su manera, y con diferentes colores en la ropa, a las siete estamos listas en la carretera principal para que nos recoja el carro que nos llevará al punto de encuentro con la comitiva de la novia.

Alrededor de la casa azul que da entrada a la vereda, hay una veintena de mujeres cantando, bailando y sonriendo. La novia está rodeada de mujeres y niños que quieren tocarla y acompañarla hasta casa. Todo es nuevo para mí y, mientras grabo y tomo fotos, es difícil cerrar la boca por la emoción de ser parte de esta celebración.

Otra caminata de diez minutos hasta llegar a la casa donde será la reunión. Fátima sentada en una de las habitaciones; tías, primas y demás invitadas mujeres empiezan a llegar y se sientan en el suelo; los hermanos y cuñados haciendo el montaje de luces y sonido para empezar la celebración. Fátima me cuenta que está feliz, que quiere tener hijos y que espera ser una buena esposa. Me dice que lleva varios años con su pareja y que se alegra de poder elegir su cónyuge.

Investigando para escribir este texto, me doy cuenta que el Estatuto Personal de 1993 garantizó la libre elección del esposo por parte de la mujer, aunque ésta no puede casarse sin el consentimiento de su tutor. También confirmo lo que leo sobre la tradición marroquí, donde la mujer tiene su propio ritual de boda dependiendo de la zona del país. El alboroto en la vereda hizo que todo el mundo se enterara de lo que se estaba celebrando y la novia llegó con manos y pies cubiertos en tatuajes de henna, lo cual es considerado un elemento purificador.

La música empieza a las ocho de la noche. Es un poco acelerada para mi gusto, pero seguro para las marroquíes es perfecta, porque empiezan a bailar desde esa hora y no paran hasta cerca de las once, cuando se sirve la comida. Es un baile entre mujeres, donde se mueven los hombros, la cintura y los pies de manera agitada y constante.

La comida la sirven las hermanas de Fátima. Primero traen un plato con un pollo asado bañado en alguna salsa dulce con pan, el infaltable en las mesas marroquíes. En este caso sí traen un vaso para cada invitada, pero el cubierto principal sigue siendo la mano. Ya estoy llena cuando sacan otro plato con cordero y dátiles. Tengo que usar toda mi destreza para explicar que no puedo más, que prefiero seguir bailando una vez termine la cena.

Pasada la medianoche, llega la comitiva del novio. El novio viene con los ojos cerrados y sus acompañantes cantan a todo pulmón. Después de lo que se siente como una eternidad, por fin los reúnen en la misma habitación y comparten su primer beso como esposos. Salen hacia donde nos encontramos todos los invitados y se sientan en el espacio principal para iniciar la ronda de saludos, fotos y videos. Mientras algunas mujeres bailan, otras reparten pasteles y las demás conversan. Aziza no se ha sentado en toda la noche y me ha invitado a bailar con ella en más de una ocasión.

Mi cuerpo aguanta hasta las dos y media de la mañana. El ritmo de la música y el esfuerzo para tratar de comunicarme agotan mis energías y debo buscar donde acostarme, así sea por unas cuantas horas. Despierto a las cinco de la mañana del domingo. Ya apagaron la consola del sonido y están recogiendo las luces. Las mujeres de la familia empacan la maleta. Justo después de la boda, mientras nosotras volvemos a casa en Fez, Fátima y su nuevo esposo viajarán a Tánger, donde comenzarán su nueva vida como pareja. Entre lágrimas y abrazos, soy parte de un ritual especial para los marroquíes y el frío que siento por el clima de madrugada es opacado por el calor de hogar y el amor de familia durante la celebración de esta boda marroquí.

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