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*Este texto es el inicio de una crónica que lleva dos años en mi computador. Hago una pausa en los textos de la aventura marroquí en la que me encuentro, para desempolvarla y compartirla con ustedes.
“Yo he sido toda la vida del campo y me gusta”, me dice Ancizar mientras estamos recolectando granos de café. Sin embargo, cambia de tema abruptamente y me advierte: “cuidado señorita, acá en este cafetal hay mucho de una vaina que parece una motica, blanca. No la vaya a tocar que es un gusano bravo. Es grande y pasan entre las hojas”. Al día de hoy sigo sin saber el nombre de ese animal al que le tienen tanto miedo y del cual han encontrado muchos entre cafetales.
Llega Faber, el patrón de corte, y le pregunto si le estoy poniendo más trabajo al ver que revisa los cafetos por los cuales ya he pasado. “No señora”, me responde con voz amable, mientras conversa con Ancizar y aseguran que a todos se les quedan granos en los cafetos, sin importar el tiempo que lleven en esta labor. “De pronto hay personas, hablando vulgarmente, más chambonas que otras. Hay unos que dejan granos en el árbol no más porque quieren y otros los dejan porque se les quedan”.
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Hay alegría en el ambiente a pesar de la hora y veo que mis compañeros de cuadrilla empiezan el día cantando o soltando risotadas mientras sus ojos se llenan de curiosidad al verme. Quisiera no verme como mosco en leche, pero en este grupo de recolectores, hombres de campo, una mujer no pasa desapercibida.
La finca no tiene nada de señalización y está ubicada a la izquierda de la carretera después de una curva. La puerta de hierro que está pintada de naranja y azul da paso a una entrada en gravilla que nos cuesta encontrar. Cuando llego, hay varios trabajadores esperando la asignación de surcos, mientras otros apenas están saliendo de una habitación donde han dejado sus pertenencias. Me siento en la entrada de la cocina a esperar instrucciones y se me acerca un gato pequeño, con manchas blancas y ojos azul clarito que, por el momento, parece que será mi única compañía.
Recuerdo que pregunté la razón por la cual todos usaban bolsas de basura para cubrir su ropa y ahora lo sé. Los árboles están mojados y mi ropa se va emparamando con las gotas que caen de las hojas. A las siete de la mañana empieza a oler a abono, esa mezcla característica de rila de gallina con tierra recién movida. Por las conversaciones con los chicos, me doy cuenta de que varios de ellos vienen del Huila y que “paloteo” le llaman a recoger café en árboles que no tienen casi hojas.
Faber se acerca a preguntarme como voy y le digo que lo más difícil, incluso que separar los granos rojos, es cargar el canasto en la cintura. De hecho, cuando llega a saludarme, ya me lo he desamarrado y su peso reposa en la tierra, mojada y llena de pequeños animalitos que luego subirán a saludarme. Al contrario de lo que pensaba, no me molestan las manos sucias ni el murmullo del amanecer.
En casi cinco minutos recojo 200 granos. No es una gran cantidad, pero a mí me enseñaron a celebrar las pequeñas victorias. Mis compañeros, que no sé si están un poco más cerca o hablan en voz alta, tocan todos los temas, desde el amor hasta el despecho. “Uno podrá ser muy berraco pero lo coje una mujer y le da tres vueltas”, dice Camilo, otro recolector de café, antes de soltar una carcajada. Mientras reacciono ante esa risa contagiosa, Faber dice que duelen más la cintura y las rodillas cuando los árboles están bajitos. Agradezco que hayan designado para hoy una porción de terreno donde los árboles tienen buena altura y descubro un miedo: tumbar la canasta con los granos que ya he recogido.
El desayuno es a las ocho de la mañana. Faber grita y yo le pregunto si también estoy invitada. Cuento trece hombres disfrutando del desayuno mientras dos chicas se encargan de la cocina. Nos dan sopa, seco y aguapanela, esa bebida típica colombiana de un sabor dulce parecido a la azúcar morena. En el plato hay tajadas, arepa y chicharrón, todo frito para obtener energía y trabajar todo el día. Hay un trabajador que tiene la radio prendida y mientras desayunamos pregunto por los nombres que he escuchado. El Santo, Camilo, El paisa y Venezuela se presentan. Es bueno ponerle cara a todos esos apodos que he escuchado estas horas en el cafetal.