*Este texto es el inicio de una crónica que lleva dos años en mi computador. Hago una pausa en los textos de la aventura marroquí en la que me encuentro, para desempolvarla y compartirla con ustedes.

 

“Yo he sido toda la vida del campo y me gusta”, me dice Ancizar mientras estamos recolectando granos de café. Sin embargo, cambia de tema abruptamente y me advierte: “cuidado señorita, acá en este cafetal hay mucho de una vaina que parece una motica, blanca. No la vaya a tocar que es un gusano bravo. Es grande y pasan entre las hojas”. Al día de hoy sigo sin saber el nombre de ese animal al que le tienen tanto miedo y del cual han encontrado muchos entre cafetales.

Llega Faber, el patrón de corte, y le pregunto si le estoy poniendo más trabajo al ver que revisa los cafetos por los cuales ya he pasado. “No señora”, me responde con voz amable, mientras conversa con Ancizar y aseguran que a todos se les quedan granos en los cafetos, sin importar el tiempo que lleven en esta labor. “De pronto hay personas, hablando vulgarmente, más chambonas que otras. Hay unos que dejan granos en el árbol no más porque quieren y otros los dejan porque se les quedan”.

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Amanece oscuro y lluvioso. Sin embargo, el cielo comienza a estirarse cuando menos lo espero. Las nubes se van deshilachando y el sol asoma con fuerza entre los cafetales. La carretera está vacía y más allá de las colinas hay una cadena de montañas, pintada a esta hora del mismo gris plateado que las nubes. El sol atrapa sus flancos y parece brillar. Esas figuras en el cielo se mueven con la gracia de una pieza de maquinaria bien engrasada y me recuerdan que vivo en un país de aire limpio y espacios abiertos; de montañas azules y moradas; de matorrales verdes decorados con flores amarillas.

Llevo años planeando esta experiencia y creo que el gallo de mi casa lo sabía, pues por alguna razón extraña empezó a cantar a las nueve de la noche anterior, como si supiera que este viernes no sería un día corriente. Tengo puestos unos pantalones con rotos en las rodillas y una camisa de manga larga azul que me prestaron. Pobre del que se meta en un cafetal con una camisa de cuello alto o se vaya con ropa incómoda al trabajo de recolección: los zancudos y los colegas le harían pasar un mal rato. Termino de uniformarme con unas botas, pero pasadas las horas extrañaré que no sean pantaneras.

Hay alegría en el ambiente a pesar de la hora y veo que mis compañeros de cuadrilla empiezan el día cantando o soltando risotadas mientras sus ojos se llenan de curiosidad al verme. Quisiera no verme como mosco en leche, pero en este grupo de recolectores, hombres de campo, una mujer no pasa desapercibida.

La finca no tiene nada de señalización y está ubicada a la izquierda de la carretera después de una curva. La puerta de hierro que está pintada de naranja y azul da paso a una entrada en gravilla que nos cuesta encontrar. Cuando llego, hay varios trabajadores esperando la asignación de surcos, mientras otros apenas están saliendo de una habitación donde han dejado sus pertenencias. Me siento en la entrada de la cocina a esperar instrucciones y se me acerca un gato pequeño, con manchas blancas y ojos azul clarito que, por el momento, parece que será mi única compañía.

A este sitio llegan todos los trabajadores y a cada uno le entregan una taza de tinto para iniciar el día. El cielo se colorea con tonos rosados mientras escucho cinco o seis trinos diferentes de aves. Además del gato a mi lado, hay dos perros negros y uno de los hombres más jóvenes se acerca para acariciarlos. Todos usan botas pantaneras, con el pantalón dentro de ellas y camisa o saco manga larga. Se quejan porque no hay pan y hay un olor particular a cigarrillo. La casa está pintada con colores que hacen juego con la puerta de entrada: naranja, amarilla y azul.

Arranco para los surcos con diez recolectores y Faber, encargado de enseñarme y contarme secretos sobre la recolección de café, me asigna un surco, esa hilera llena de cafetos listos para la cosecha, y me da indicaciones específicas: recoger solo los granos maduros de color cereza, no adentrarme más en la montaña y estar atenta a los llamados a comer. Empieza el trabajo y al mismo tiempo, suenan diferentes canciones en cada uno de los radios que cargan mis compañeros. Escucho los gritos y los chistes cerca de mí, pero con el paso de la mañana, sus voces se pierden entre los cafetales. Gritan «Imelda» y «Guatina» mientras hablan de tamales y comida.

Recuerdo que pregunté la razón por la cual todos usaban bolsas de basura para cubrir su ropa y ahora lo sé. Los árboles están mojados y mi ropa se va emparamando con las gotas que caen de las hojas. A las siete de la mañana empieza a oler a abono, esa mezcla característica de rila de gallina con tierra recién movida. Por las conversaciones con los chicos, me doy cuenta de que varios de ellos vienen del Huila y que “paloteo” le llaman a recoger café en árboles que no tienen casi hojas.

Faber se acerca a preguntarme como voy y le digo que lo más difícil, incluso que separar los granos rojos, es cargar el canasto en la cintura. De hecho, cuando llega a saludarme, ya me lo he desamarrado y su peso reposa en la tierra, mojada y llena de pequeños animalitos que luego subirán a saludarme. Al contrario de lo que pensaba, no me molestan las manos sucias ni el murmullo del amanecer.

En casi cinco minutos recojo 200 granos. No es una gran cantidad, pero a mí me enseñaron a celebrar las pequeñas victorias. Mis compañeros, que no sé si están un poco más cerca o hablan en voz alta, tocan todos los temas, desde el amor hasta el despecho.  «Uno podrá ser muy berraco pero lo coje una mujer y le da tres vueltas», dice Camilo, otro recolector de café, antes de soltar una carcajada. Mientras reacciono ante esa risa contagiosa, Faber dice que duelen más la cintura y las rodillas cuando los árboles están bajitos. Agradezco que hayan designado para hoy una porción de terreno donde los árboles tienen buena altura y descubro un miedo: tumbar la canasta con los granos que ya he recogido.

El desayuno es a las ocho de la mañana. Faber grita y yo le pregunto si también estoy invitada. Cuento trece hombres disfrutando del desayuno mientras dos chicas se encargan de la cocina. Nos dan sopa, seco y aguapanela, esa bebida típica colombiana de un sabor dulce parecido a la azúcar morena. En el plato hay tajadas, arepa y chicharrón, todo frito para obtener energía y trabajar todo el día. Hay un trabajador que tiene la radio prendida y mientras desayunamos pregunto por los nombres que he escuchado. El Santo, Camilo, El paisa y Venezuela se presentan. Es bueno ponerle cara a todos esos apodos que he escuchado estas horas en el cafetal.