Deambular por Marrakech hace que todos los sentidos manden estímulos al cerebro cada segundo, buenos y malos. Allí llegué con cero expectativas, pero con el corazón hinchado de felicidad por los encuentros que sucederían durante el tiempo que permanecería en sus calles. Considerado uno de los destinos más importantes en Marruecos, está ubicada al pie del Atlas, a 466 msnm y posee numerosos monumentos patrimonio de la Humanidad.
Lo cierto es que Marrakech existe de diferentes maneras en un mismo lugar. Sus calles cambian dependiendo de quien deambule por ellas y sus aceras mutan constantemente. Nosotros empezamos por la Plaza Jamaa El-Fna, el cuadrilátero principal de la Medina desde donde puedes salir hacia cualquier rincón que quieras visitar. Hay muchos olores: a incienso, flores frescas, naranjas, gasolina, sudor local, cañería, pipi, basura y letrinas sucias.
A pesar de tantos estímulos, sonrío vagamente y creo que mis compañeros de viaje pueden percibir en mis ojos aquel brillo infantil que solo consigue arrancarme la perspectiva de una aventura por una nueva ciudad. En la plaza encontramos desde monos que se te subirán encima a pesar de las cadenas, hasta encantadores de serpientes, pasando por dentistas exponiendo sus últimas piezas extraídas y por personas que reflejan en su rostro cierta tristeza. Además de los extraños personajes, en Jamaa el Fna también encontramos múltiples puestos de zumo de naranja, especias, menta y caracoles, aunque no me animo a probar ninguno de ellos.
De ahí puedes seguir hasta alguno de los zocos, que se extiende desde el norte de la plaza y ocupan decenas de laberínticas calles. En ellos podrás comprar todo tipo de ropa, especias, comida, artesanía y productos típicos de Marrakech. En el zoco encontramos artesanos agrupados por gremios; tintoreros, cesteros y ferreteros. De mis favoritos, los que trabajan la orfebrería. Las calles llenas de lámparas con diferentes estilos y colores, además de la sinfonía de sus herramientas trabajando al unísono me dejaron con ganas de volver con una maleta vacía solo para comprar varios de sus productos.
Otro punto de visita obligado en Marrakech es la Mezquita Koutoubia, cuya construcción inició en 1141 por el califa almohade Abd al Mu-min y destaca por su alto minarete y por su color, piedra de arenisca rosada, característico de toda la ciudad. La altura de su minarete es de 69 metros y desde su punto más alto se observa toda la ciudad, aunque el único privilegiado de tener esta vista es el almuédano encargado de hacer los llamados a la oración.
Marrakech me pareció caótico, pues usualmente en cada caminata que haces, no solo te pierdes sino también debes sortear motos y bicicletas que, aun sin estar permitido, se mueven a través de los diferentes callejones angostos de la medina. Pero también me pareció mágico, ya que puedes disfrutar de los numerosos museos, restaurantes y sitios para salir que ofrece una ciudad cuya mayor fuente de ingresos es el turismo. En definitiva, Marrakech es una seductora urbe, llena de detalles y capaz de ofrecer cualquier cosa a todo aquel que sea capaz de adentrarse en ella. Para disfrutar al máximo de esta mágica ciudad te recomiendo ir preparado, ya que necesitarás los cinco sentidos para apreciar los olores de las especies como la canela y el azafrán, su deliciosa gastronomía, las llamadas a rezos de las mezquitas, la sutileza de la decoración en madera de palacios y medersas o el suave tacto de la seda y los pañuelos de Pashmina.
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El olor a incienso, mirra y especias ya no inunda los rincones de la plaza Jamaa El-Fna y de sus bulliciosos mercados no quedan rastros visibles. Son las seis de la mañana y a sus alrededores solo se ven unos cuantos caminantes con los ojos pequeños que denotan cansancio y cubiertos con sacos para soportar el frío que llega a esta hora del día. No somos los únicos que salen de viaje y de nuevo, mis ojos brillan con la expectativa de viajar a un nuevo destino con mi compañía de viaje favorita: mis papás y hermanos, que vinieron a conocer este país que me tiene fascinada.