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Desde que History y El Espectador revelaron que el ganador de su concurso El Gran Colombiano fue Álvaro Uribe Vélez, una andanada de reacciones han inundado los medios de comunicación. Confidencial Colombia revela, en una historia traída de los cabellos y las revelaciones de Anonymous, que Uribe pudo haber manipulado la votación porque es miembro de la junta directiva de News Corp, que supuestamente es dueño del susodicho canal (en realidad, propiedad de Disney y Hearst, sin ninguna relación con News Corp) cuando el único contacto entre News Corp y History India (propiedad también de A+E), según la misma nota, es un convenio para usar estudios. También se dice que J.J. Rendón creó este formato para ensalzar a Uribe, cuando en realidad es un formato que lleva más de once años al aire desde su aparición en la BBC y ha sido utilizado en 35 países.
Pero ese no es el problema de la reacción y del ejercicio como tal. El primer problema radica en el canal. Creer que History es un canal de historia es como creer que el «ejecutivo» del almuerzo, el bus y la música de Melodía Estéreo se refiere al CEO. Si uno pasa por la programación del canal, encontrará programas rigurosos y serios en su manejo de la información como Contacto extraterrestre, Alienígenas ancestrales, Conspiración nazi en América Latina, El misterioso código da Vinci, El libro perdido de Nostradamus y El código bíblico: presagio del Armagedón. Como muchos otros canales del mismo estilo (A&E, TLC, Discovery, NatGeo…), History empezó como un canal que presentaba documentales e investigaciones serias. Hoy en día, ninguno de esos canales cumple lo que promete: A&E (Arts & Entertainment cuando empezó en 1984) habla de rednecks en los Hamptons (o Los Reyes en versión reality); TLC (The Learning Channel) presenta a personajes tan didácticos como Honey Boo Boo y Sarah Palin; mientras que Discovery y NatGeo (que, hay que reconocerlo, han hecho documentales bastante serios) han dedicado buena parte de su prime time a convertirse en un show de fenómenos.
El segundo problema es el formato. Escuché hace unos días en RCN la metodología del concurso: primero se encuestó a los colombianos para escoger los 125 más mencionados en las categorías respectivas. Después, empezó la votación por Internet que dio el resultado por todos conocido. No hubo ningún filtro distinto a la voz de la gente. Infortunadamente (y los ejemplos de los programas hermanos de El Gran Colombiano son claros), tendemos a pensar en lo más reciente, en lo fresco. Di hace un tiempo unos ejemplos de los concursos globales. En Colombia pasó lo mismo: de los 25 elegidos, 15 están vivos y tres más murieron en el último cuarto de siglo. 
En 2003, Semana hizo un especial que buscaba el mismo objetivo: escoger el colombiano más importante de la historia, distinción que recayó en Antonio Nariño. A diferencia del ejercicio propuesto por History y El Espectador, los encargados de escoger al prócer fueron historiadores e intelectuales. Además, frente a las difusas categorías de El Gran Colombiano, este especial ofreció una gama más amplia de candidatos a partir de su trabajo. Así, junto al traductor de los Derechos del Hombre, aparecen nombres previsibles (Santander, Llinás, Gaitán) y algunos que, sin ser del dominio público, son sin duda más importantes que algunos (muchos, de hecho) de los propuestos en el susodicho programa: desde Ricardo Rendón y Esteban Jaramillo (el economista, no el comentarista) hasta Lucho Bermúdez y Estanislao Zuleta, pasando por Álvaro Cepeda Samudio. Pero la revista hizo un ejercicio adicional: junto a la reflexión, puso a consideración de sus lectores escoger otro nombre. Ganó García Márquez, seguido por Uribe. Sin embargo, hay unas líneas que quiero destacar del artículo que reseña la encuesta, reveladoras del riesgo de esta historia convertida en concurso:
Hay nombres que asombran, si se tiene en cuenta que el objetivo es resaltar a quienes sentaron las bases de nuestro país, como Pablo Escobar, ‘Manuel Marulanda’ y Carlos Castaño, y curiosos como el de Patricia Castañeda que con su cuento de la bisexualidad logró colarse con un único voto de una mujer que luego de leer el relato de la actriz en el que cuenta su primera experiencia homosexual, su visión en cuanto al sexo cambió. Están también las propuestas invisibles como la violencia o el pueblo colombiano, o Pedro Pérez, «el colombiano nacido en un pueblo cualquiera que trabaja con tesón, que construye patria día a día, que es el sustento esencial de nuestro país y lo ha mantenido pese a las decisiones de tanto personaje ilustre».
Este tipo de resultados revela algo que se sabía hace mucho tiempo: en Colombia la historia no existe. Debates como este, el que surgió ante la banalización de la historia reciente que se ha hecho desde ciertas telenovelas y otros más muestran que nuestro problema educativo va más allá del grave déficit de lectura y escritura que tenemos los colombianos. Recuerdo ver en un supermercado de Quito hace unos años los cuadernos que los niños llevaban al colegio y cómo, sin excepción, tenían el mapa de su país en 1942 para recordarles lo perdido con el Perú en un conflicto. La historia en cualquier país del mundo es parte fundamental del pénsum, pero aquí se unió en un revuelto llamado «ciencias sociales» que no tiene ningún resultado práctico.
Y el tercer punto de crítica es la reacción a la votación. Comencemos por la oposición a la elección de Uribe. Con la manida e inútil iniciativa de las firmas y las redes sociales, circula una carta que busca la revocatoria de la designación de Uribe como «gran colombiano»; petición que alcanzó más de 10000 firmas en menos de tres días. En mi opinión, y perdonen el lenguaje que voy a usar, es la idea más estúpida que se haya propuesto en la historia del activismo sentado en Colombia.
El activismo sentado, o «activismo hora-nalga», es aquel que busca lograr miles y miles de causas desde la comodidad de la silla de oficina y desde el anonimato que proveen las arrobas de Twitter, los comentarios en El Tiempo y los likes en Facebook. La marcha del 4 de febrero, que convocó a la gente no por la iniciativa de los organizadores del grupo en Facebook sino por el apoyo mediático que tuvo, inspiró a muchos otros que vieron ahí la oportunidad de creerse activistas. Personajes como un libretista de narconovelas y un presentador de reportajes sobre deportes extremos, entre otros, han logrado labrar carreras como los sucedáneos nacionales de Jorge Lanata, Michael Moore, Beppe Grillo o Aamir Khan (o, en el caso colombiano, Germán Castro Caycedo), sin la seriedad o el rigor investigativo de los previamente mencionados. Se convocan cientos y cientos de iniciativas (desde el hilarante «partido del tomate», pasando por los billetes con la cara de Juan Manuel Corzo, hasta las marchas de No más inserte-enemigo-aquí) que reúnen a los pocos que sacan tiempo de sus oficinas o capan clase para gritar en medio del vacío pero que, al igual que su madre espiritual, Un millón de voces contra las FARC/Colombia soy yo, no tienen ningún fin.
Y del lado del uribismo las cosas no son mejores. Convertir una elección en Internet en un plebiscito pro-Uribe/Centro Democrático no es buena idea. Al aprovechar el craso error de El Espectador al anunciar en un editorial que no estaban de acuerdo con la elección de Uribe y declarar su preferencia por García Márquez, salió a flote una política similar a la del activismo hora-nalga, en aras de polarizar al país entre uribistas y ciegos. Francisco Santos dijo que «El Espectador no está de acuerdo con el resultado. Obvio, no conocen Colombia y creen que el país es Anapoima, Cartagena y la zona T.»  Erika Salamanca, reconocida tuitera uribista, criticó de forma implícita a Semana y El Tiempo por no publicar los resultados del concurso apoyado por su competencia directa. José Obdulio Gaviria denunció que le habían hecho una «vulgar encerrona». Otros tuiteros, en medio de la celebración, llegaron a decir que si sacaban cuadernos de Uribe vendían más que los de Messi.
Así tirios y troyanos crean que los votos por Internet tienen algún significado, la realidad demuestra lo contrario. Si hubieran contado las cadenas de Facebook, los tuits de lamento y los memes, no hablaríamos de los diálogos de paz con las FARC sino de la enfermedad del presidente Mockus. Colombia no es un país para indignaciones: el conformismo nos quita cualquier deseo de pronunciarnos seriamente ante cualquier problema. En Argentina, la difusión de las denuncias de Jorge Lanata llevó a la televisión pública a poner partidos de fútbol para contrarrestar la acogida de Periodismo Para Todos, con resultados negativos para el kirchnerismo. En Brasil, las protestas que se hicieron contra los excesivos gastos del combo Copa Confederaciones-visita papal-Mundial-Olímpicos hicieron que Dilma Rousseff planteara una reforma constitucional. 
¿Y aquí? Gracias a la polarización que tenemos desde hace muchos años (liberal-conservador, «paraco/facho»-«guerrillero/cuatrero»), a la violencia de muchas marchas sin importar su ideología, a la hipocresía del «no más violencia» mientras se destruyen vitrinas y se bloquea la calle, a la pereza que prefiere el activismo-hora nalga y a nuestra convicción de que «todo podría ser peor», no hay un activismo serio que reúna voluntades. Una de las imágenes que tengo más presentes de mi adolescencia fue ver las protestas contra la muerte de Miguel Ángel Blanco Garrido. En ese momento toda España estaba plantada, sin importar su color de partido, manifestándose contra el accionar de ETA. Ese mismo año habían sido asesinados Mario Calderón y Elsa Alvarado, investigadores del Cinep, en su casa de Chapinero. Una profesora nos llevó a marchar en contra de la violencia por el barrio. Cuando llegamos a un colegio vecino, los estudiantes de ese colegio nos recibieron con insultos y chiflidos.
Para mí, el ejercicio de El Gran Colombiano es un síntoma de muchos de los cánceres que azotan al país. De la desinformación crónica en la que vivimos, de la incapacidad que tenemos de escucharnos, de ese profundo deseo de sentirnos mejores que el otro, de la imposibilidad de reconocernos en otra persona. De la necesidad de tener todo listo, de la preferencia por un activismo rápido, de la ignorancia que nos rodea sin importar nuestro estrato y de la facilidad que tienen algunos (sin importar su ideología) para convertir un clic vacío en un manifiesto y viceversa.
Voyeur: Ante la inminente muerte de Nelson Mandela (quien fue elegido como «el gran sudafricano») cabe recordar su lucha contra el apartheid. Sugiero, además de la película Invictus (Clint Eastwood, 2009), leer algunas novelas de J.M. Coetzee (Desgracia, Esperando a los bárbaros y Vida y tiempos de Michael K.) y ver District 9 (Neill Blomkamp, 2009). Antes de hacer esta película, Blomkamp hizo un corto llamado Alive in Joburg, el cual presento a ustedes como una forma de ver las consecuencias del apartheid.


En cuanto a música y el apartheid, desde Stevie Wonder y Elvis Costello hasta Steve van Zandt y Peter Gabriel se pronunciaron en contra . Pero uno de mis tributos preferidos es este, a cargo del buen Barrington Levy.


Actualización, 27 de junio de 2013: Gracias a los comentarios de algunos lectores, noté la contradicción de lo publicado en el presente post y en una recomendación posterior. Decidí borrarla, en aras de mantener la consistencia.

En los oídos: Bound 2 (Kanye West)
@tropicalia115

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