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La noticia del día en México es la investigación de la periodista Carmen Aristegui, que revela cómo el presidente mexicano Enrique Peña Nieto plagió su tesis de abogado en la Universidad Panamericana. Aristegui plantea que un 28,8 % del texto presentado por el hoy mandatario de México fue tomado de otros autores y no se reconoció, como es estándar en la práctica académica y como cualquier estudiante de primer semestre sabe de sus clases de Comunicación, con las comillas y citas respectivas, algo que para la presidencia mexicana son simples “errores de estilo”. Pero no es el único escándalo de plagio de alto perfil en tiempos recientes. En la memoria está fresco el discurso de Melania Trump, la modelo eslovena esposa del polémico candidato republicano a la presidencia norteamericana, quien leyó en la convención republicana de Cleveland un discurso de apoyo a su marido que tomaba frases enteras del discurso que, ocho años atrás, había dado en Denver la futura primera dama de los Estados Unidos, Michelle Obama. Y, para dolor de quienes creemos en la originalidad y en el arduo, difícil y delicioso trabajo de crear ideas que fermentan en el cerebro tras cientos de lecturas e interpretaciones, el plagio es uno de los monstruos más grandes que repta en nuestra sociedad. Algunos casos de alto perfil: el actual vicepresidente norteamericano Joe Biden, en su campaña presidencial en 1988, tomó fragmentos de los discursos que Neil Kinnock, líder laborista británico, daba al otro lado del Atlántico para combatir a Margaret Thatcher. Vladimir Putin, el judoca devenido en caudillo ruso, tomó dieciséis páginas de un artículo como parte de su tesis doctoral, presentada en una universidad de San Petersburgo. Y Pál Schmitt, doble medallista de oro en esgrima y presidente de Hungría, se vio forzado a renunciar a la presidencia cuando se descubrió que casi toda su tesis doctoral había sido plagiada.

Pero los políticos no son los únicos en hacerlo: se han comprobado más de cuarenta plagios del escritor peruano Alfredo Bryce Echenique en sus textos periodísticos, acusación que el autor de Un mundo para Julius respondió de la forma más colombiana posible: “Son unos frustrados”, “todo ha sido […] por envidia”, “es la extrema derecha” y un sonoro “¡Que se jodan!”. El periodista iraquí radicado en Estados Unidos Fareed Zakaria fue suspendido por dos de los medios donde trabajaba, CNN y Time, cuando se descubrió que había caído en plagio. Y está el autoplagio, esa terrible práctica de pereza mental e intelectual donde un autor toma, sin ningún recato, palabras previamente escritas sin autorreferenciarse. Mientras el prolífico sociólogo polaco Zygmunt Bauman ha reciclado, según un estudio hecho por dos académicos de Cambridge, sus textos de forma serial en sus libros más recientes, el antiguo editor de Wired Jonah Lehrer gusta de publicar textos idénticos en medios distintos. Incluso Jorge Luis Borges, quizá la pluma más importante de la literatura latinoamericana en el siglo XX, gustaba de usar las mismas frases en textos distintos: basta comparar su «Dos libros» de Otras inquisiciones con el prólogo que el argentino escribió para De los héroes de Thomas Carlyle en la colección de Grolier que llevó a muchos (incluyéndome) a enamorarnos de la literatura.

En mi opinión, el plagio es un robo. Así de simple. No son “cuestiones de estilo”, como lo dijo el portavoz de Peña Nieto, tomar fragmentos de otros y ponerlos como si fueran propios. Por algo el idioma, la academia y la convención han impuesto un signo sencillo: las comillas. Todo texto, sea el que sea, reposa en la sabiduría previa: es raro el autor que, iluminado, no recuerde en su obra que esta tiene otros sustentos. Y hacer la vista gorda a estos casos de plagio y autoplagio, que brillan en la cultura contemporánea, en los medios de comunicación y en la sociedad, es decirle a las personas que siguen en la fila para contribuir al mundo que la creatividad no vale la pena, que basta el movimiento grácil del Ctrl-C y el Ctrl-V para ser considerado una persona que dé ideas al mundo. Entonces, ¿qué queda por hacer? Primero, liderar con el ejemplo. Hoy en día, gracias a las facilidades que da Internet, es muy fácil poner los hipervínculos que llevan a la fuente original. Y de escribir en impreso, tratar de dar los créditos necesarios. Obvio, no exigiría que en las columnas de opinión se usaran las normas de citación académicas (APA, MLA, Chicago) pero un “en el texto Tal del autor Mengano, se planteó cómo…” es más que suficiente. No podemos caer en la excusa del “no tuve suficiente espacio” que cierto académico que gusta de demandar a quienes denuncian sus errores sugirió en un documento oficial. Segundo, no temer la denuncia: los columnistas, los que opinamos y los que ponemos nuestras perspectivas del mundo a la luz de la sociedad, por esa exposición, tenemos la vulnerabilidad de ser confrontados, no sólo por las posibles falencias de nuestras ideas, sino por los errores que cometamos a la hora de escribir. Ahora bien, algo va del ladrón de un caldo de gallina en un supermercado a los Nule, y hay un largo trecho entre los que olvidan citar con comillas y plagiadores seriales o autoplagiadores que parecen tener una plantilla de Word exclusiva para sus columnas. El ladrón del caldo de gallina seguramente será condenado algunos años, pero los Nule deberían ser convertidos en un ejemplo para la lucha contra la corrupción. Y, así como a Bryce Echenique se le ha convertido en paria dentro de los escritores latinoamericanos, a Biden se le terminó su carrera presidencial, Schmitt renunció al cargo más alto de su nación y Zakaria se vio obligado a un mea culpa, nosotros debemos exigir que los plagiadores de oficio salgan de nuestras páginas de opinión, tal y como debería hacerse con el presidente mexicano. Por último, hemos de exigir más a los estudiantes. Un corrupto, normalmente, empieza plagiando. Es lo que, en la toxicología, se llama «droga de entrada» (gateway drug): de ahí se pasa a los círculos más fuertes de la corrupción y el hampa, mientras aquellos que deberían dar ejemplo de escritura y originalidad siguen orondos robando a otros o, peor aún, a sí mismos. Y termino con las palabras del poeta y crítico angloamericano T.S. Eliot, “los poetas inmaduros imitan, los poetas maduros roban, los malos poetas desfiguran lo que toman, y los buenos poetas lo convierten en algo mejor, o al menos en algo distinto”.

Voyeur: Cada Phelps necesita un Lochte para hacer su leyenda más brillante. Cada héroe requiere el sacrificio del ídolo anterior para que, en sus cenizas, se cree el barro del nuevo ídolo. En cierta forma, el deporte como pocas actividades humanas retrata ese ciclo de vida (referencia necesaria a El rey león) donde las cenizas del rey muerto marcan la coronación del rey puesto.

En los oídos: Burn the Witch (Radiohead)

@tropicalia115

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