En mi familia hay personas que, como muchos otros colombianos, ven a Álvaro Uribe Vélez como una persona honesta y la única capaz de llevar las riendas del país. Por otra parte, tengo otros familiares que, también como muchos colombianos, quisieran en el mejor de los casos ver a Álvaro Uribe Vélez en la cárcel. Mi familia, en últimas, no es más que un reflejo de la polarización y el fanatismo que se vive desde hace ya varios años en todos los ámbitos de la sociedad colombiana. En mi familia, por lo menos, aún somos más o menos civilizados y las discrepancias las solucionamos borrándonos de Facebook. Pero he sabido de amigos que han dejado de hablar con parientes durante mucho tiempo y en ocasiones se han ido a los puños por sus diferencias políticas, diferencias que se reducen a ser o no uribista, todos los demás temas en Colombia orbitan sobre eso. Apoyar o no una negociación con las FARC es un subproducto de dicha división.

La cercanía a esa polarización familiar, que viene de hace años, me condujo a dedicar mi tesis doctoral, quizás de manera inconsciente, al estudio de temas políticos, en particular el comportamiento electoral, los clivajes (es decir, aquello que nos divide y nos confronta en el escenario político), las ideologías, el populismo, entre otros temas. En últimas, como si mi objeto de estudio fuera yo mismo y mi familia, quería entender cómo llegué a mis propias posturas políticas, por qué personas que quiero y cercanas a mí, que aparentemente tienen un mismo origen social y cultural, tienen puntos de vista tan radicalmente diferentes, y por qué a veces nos es tan difícil ser tolerantes. Aunque aún no tengo respuestas para esas preguntas, estudiar el tema me ha ayudado a entender de mejor manera algunas viejas ideas y darme cuenta de algunas cosas. Por ejemplo, la irracionalidad de las ideologías, el uso vacuo que hacemos a diario de términos como neoliberalismo, comunismo, populismo, entre muchos otros, que se usan sin ni siquiera entender su significado, la superioridad de los valores democráticos, el peligro que representan los líderes carismáticos, y, sobre todo, nuestros sesgos a la hora de hacer juicios (si algo está en línea con nuestras creencias políticas y nuestros líderes, somos indulgentes; si no, somos más severos).

Dado que no estoy exento de esos sesgos, porque por alguna razón desde que comencé a tener conciencia política he simpatizado más con ideas liberales y progresistas, hago diariamente el esfuerzo de ponerme en el lugar de quienes piensan diferente de mí, de entender sus argumentos, pues no quiero caer en el mismo maniqueísmo que escucho a diario a mi alrededor. Por un lado, entiendo a quienes se oponen a un acuerdo negociado con las FARC. Más allá de los detalles técnicos, el punto esencial, como bien lo expresa Antonio Caballero en la columna de opinión “Las FARC sin la a”, es que resulta muy difícil aceptar que unos tipos que han cometido toda clase de atrocidades ahora sean bienvenidos en la sociedad y se les otorguen una serie de beneficios. De eso se trata todo, el resto son cosas accesorias. Sin embargo, y les pido excusas a mis amigos del No, me resulta mezquino el uso indebido que muchos hacen de la información sobre los acuerdos, porque en últimas les parece más efectivo azuzar el odio y el miedo a través de la desinformación para ganar la batalla por el plebiscito. Además, también me resulta mezquino ese doble rasero para medir las cosas, ese enorme sesgo al ver sólo los aspectos negativos de un acuerdo con las FARC y sólo los positivos del anterior acuerdo con los Paramilitares, hacerse los de la vista gorda cuando la corrupción proviene de sus líderes, pero querer el máximo castigo cuando viene de los opositores.

Por otra parte, muchos de los que apoyan el acuerdo firmado con las FARC también caen en ese juego mezquino de desinformación, de generar miedo, de tratar con desprecio a los del No, de doble moral para evaluar a sus líderes y opositores, y de hacer un uso excesivamente insustancial del lenguaje, como ocurre con la palabra «Paz». Es un paso importante, sí, pero esto es sólo una negociación para que las FARC dejen las armas, aquí no habrá «paz» hasta que el ELN también se desarme y se solucionen muchos problemas sociales y de inclusión política. Además, tengo que confesarlo y les pido excusas a mis amigos del Sí, me resulta ridículo y cursi tanto show y tanto romanticismo en torno al proceso. No se nos haga raro que en unos años el logo “FARC” se vuelva cool y se mercantilice, y los jóvenes de izquierda usen camisetas con la cara de Alfonso Cano.

De todas formas, a la hora de decantarme, no dudaría en votar Sí por seis razones. Primero, pensar que Colombia se va a volver comunista es un disparate, eso sólo refleja una falta de conocimiento de las circunstancias que llevaron a algunos países a transitar ese camino, así como de la propia historia y actualidad de Colombia. Segundo, si muchos de los directamente afectados por el conflicto armado han perdonado y pueden vivir viendo a unos cuantos ex farianos en el Congreso yo también podré (igual el Congreso, con contadas excepciones, ya está lleno de corruptos y he podido vivir con eso hasta ahora). Tercero, la reforma tributaria era necesaria así se hubiera firmado o no el acuerdo con las FARC, pensar lo contrario evidencia desconocimiento de la realidad económica del país. Cuarto, por coherencia: también estuve de acuerdo con la negociación con los Paramilitares. Quinto, no creo que una salida negociada con las FARC y los beneficios que les van a dar sean un incentivo para la formación de otros grupos; una persona sensata no se meterá a un grupo guerrillero -con los riesgos que eso implica- con el fin de obtener en un futuro incierto algún beneficio del gobierno. Y sexto, pienso que los beneficios de comenzar a desmantelar una organización como las FARC (aunque sea por la vía negociada y otorgándoles ciertas prebendas) van a ser mucho mayores en el futuro que seguir alimentando una guerra supremamente costosa en términos de vidas humanas y de dinero. Una buena explicación de los costos del conflicto armado la escribió Felipe Valencia en La Silla Vacía (¿Cuáles son los costos económicos del conflicto armado?). Al final, pienso que Colombia no se va a volver Venezuela si gana el Sí, así como tampoco se va a volver Noruega, pero va a ser un país menos malo, un país que genere menos vergüenza con nuestras futuras generaciones y en el exterior.

Habiendo manifestado mi decisión por el Sí y exponerme, por lo tanto, a los agravios que eso va a suscitar en mi entorno, sólo me queda esperar que en un futuro no muy lejano los ánimos se apacigüen, poder sentarme con mi familia y mis amigos para disfrutar de un rato tranquilo, sin lanzarnos dardos por hacer de idiotas útiles de unos tipos que ni siquiera conocemos (como los jefes de las FARC, Santos y Uribe), que nos han polarizado y vuelto unos fanáticos hasta incluso, estúpidamente, dañar las cosas realmente importantes en la vida: las amistades y la familia.

Twitter: @tornamesa_blog