Ahora que en Europa también ha sido reconocido Juan Guaidó, ¿podemos llamarle Presidente encargado? ¿Autoproclamado? ¿Interino? y ¿para qué sirve entenderlo?

La semana anterior me encontré en una interesante discusión entre periodistas internacionales sobre los problemas nominales que trajo el último capítulo de la crisis venezolana, en concreto, el nombre del “nuevo cargo” del joven presidente de la vapuleada Asamblea Nacional, Juan Guaidó.

La mayoría de los medios decidieron llamarlo inicialmente “autoproclamado” porque, aunque el cargo de “Presidente interino” o “encargado” puede tener sustento legal, Guaidó ni tiene aún el poder real, ni tiene el reconocimiento de la gran mayoría de países (aunque va en aumento), ni de todos los ciudadanos de su territorio. Tampoco tiene el reconocimiento de las instituciones venezolanas, que hoy todavía le obedecen al otro presidente, al de bigote.

“A los medios no les compete -dice un colega-, darle reconocimiento a nadie, ni poner, ni quitar cargos”. Correcto. Decirle Presidente interino a secas, sería reconocerlo en medio de un enfrentamiento aún no resuelto. Ahí empiezan las críticas.

la inocua y contradictoria perspectiva legal.

Para los opositores al régimen, Guaidó no se autoproclamó, Guaidó asumió el cargo como consecuencia de un “vacío de poder” producto de unas elecciones ilegítimas. En este caso, dice la oposición, el famoso artículo 233 le permite al presidente de la Asamblea asumir las riendas durante un tiempo y convocar a elecciones. Para ellos se trata del Presidente encargado.

Y si no es encargado ¿es entonces un Presidente De iure, es decir sólo de acuerdo con la ley? Tampoco. La verdad es que ésta Asamblea Nacional también tiene problemas legales. Guaidó fue declarado presidente en la calle, literalmente, porque en 2015 un nuevo Tribunal Supremo (TSJ), nombrado por el ejecutivo de Maduro, declaró a toda la Asamblea en desacato por permitir la toma de posesión de tres legisladores acusados de fraude electoral.

Frente a la “amenaza golpista” el gobierno de Maduro rechazó la solicitud del los asambleístas para realizar un referendo revocatorio en 2016 y en 2017 convocó una constituyente todopoderosa, como son las constituyentes, que terminó de arrebatarle las funciones a la Asamblea y organizó las recientes elecciones que la oposición considera ilegítimas, pero que han permitido la maniobra legal para fracturar el poderoso ejecutivo militarista en Venezuela.

¿Cómo le decimos a Maduro entonces? él tampoco es llamado Presidente en los medios masivos de comunicación. Fíjense que allí los periodistas prefieren usar “mandatario” o “Jefe de Estado”, es decir, el que manda, el De facto así a muchos no nos guste esa realidad.

Aunque las críticas no dejarán de llegar, mis colegas, con la enorme responsabilidad de informar con imparcialidad, se han decidido por una interpretación sociopolítica más que legal a la hora de contar la tragedia venezolana que, desde hace unos días, se convirtió en un pulso salvaje entre poderes internacionales.

¿Para qué sirve entenderlo?

La narrativa de lo legal y lo legítimo en las democracias actuales, donde la verdad ya ni ortografía tiene, es tan sólida y tangible como el espíritu santo. Es dócil arcilla para que cada uno haga y justifique su política como quiera. Por eso hay que mantener el escepticismo, para eso sirve estar bien informado. Cualquier apoyo internacional a alguno de los bandos enfrentados en Venezuela es un apoyo fundado en una percepción económica, política e ideológica de ese conflicto en el que la legalidad y las instituciones son apenas un accesorio.

Ahí nos parecemos. Las instituciones en Venezuela se volvieron, como en muchos otros países en el continente, una trinchera política con fines específicos. [Piensen en la Fiscalía colombiana, la Policía nicaragüense o la Cámara de Diputados de Eduardo Cunha, los que destituyeron a Dilma Rousseff.] Entretanto, a los medios todavía les falta mucho para narrar esas guerras de poder con inteligencia y profundidad.

También sirve entender el conflicto legal y político para ratificar las victorias de la oposición y convencerse de que es preferible la degradación institucional, del debate y de la discusión ideológica; a la degradación que trae la guerra o una eventual intervención militar de agentes externos. La corelación de fuerzas en Venezuela ha cambiado y lo seguirá haciendo sin necesidad de repetir lo que paso en Granada, Panamá o Haití.

Ahora que los poderosos de Europa han reconocido a Guaidó su ímpetu crecerá y los manifestantes volverán a la calle. Para los medios masivos seguirá siendo un presidente sin Estado, aunque más legítimo que el otro. Ojalá los únicos que verdaderamente decidan si el joven asambleísta cambia realmente de puesto sean los millones de venezolanos que, sometidos al sufrimiento infinito de un gobierno en crisis y la asfixia económica de sus «salvadores», merecen con urgencia una salida real, legal y legítima de esa pesadilla.